martes, 5 de octubre de 2010

Crónica de una muerte anunciada


Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 1928) es la figura más representativa de lo que se ha venido a llamar el «realismo mágico» hispanoamericano. Periodista, cuentista y novelista, alcanzó la fama tras la publicación en 1967 de Cien años de soledad (novela ya publicada por El Mundo en la colección Millenium I), donde recrea la geografía imaginaria de Macondo, un lugar aislado del mundo en el que realidad y mito se confunden. Otras obras memorables son:
El coronel no tiene quien le escriba, El otoño del patriarca, Crónica de una muerte anunciada, El amor en los tiempos del cólera y varias colecciones de cuentos magistrales. En 1982 recibió el Premio Nobel de Literatura.
Crónica de una muerte anunciada, novela corta publicada en 1981, es una de Las obras más conocidas y apreciadas de García Márquez. Relata en forma de reconstrucción casi periodística el asesinato de Santiago Nasar a manos de los gemelos Vicario. Desde el comienzo de la narración se anuncia que Santiago Nasar va a morir: es el joven hijo de un árabe emigrado y parece ser el causante de la deshonra de Ángela, hermana de los gemelos, que ha contraído matrimonio el día anterior y ha sido rechazada por su marido. «Nunca hubo una muerte tan anunciada», declara quien rememora los hechos veintisiete años después: los vengadores, en efecto, no se cansan de proclamar sus propósitos por todo el pueblo, como si quisieran evitar el mandato del destino, pero un cúmulo de casualidades hace que quienes pueden evitar el crimen no logren intervenir o se decidan demasiado tarde. El propio Santiago Nasar se levanta esa mañana despreocupado, ajeno por completo a la muerte que le aguarda.
La fatalidad domina todo el relato: el crimen es tan público que se hace inevitable. García Márquez se esfuerza en demostrar que la vida, en ocasiones, se sirve de tantas casualidades que hacen imposible convertirla en literatura. Su prosa escueta, precisa y pegada al terreno logra envolver de credibilidad lo exageradamente increíble, inventando una tensión narrativa donde ya no hay argumento, volviendo del revés el tiempo para que revele sus verdades, dejando una duda en el aire que acabará por destruir a los protagonistas de este drama, que fue adaptado a la gran pantalla en 1987, dirigido por Franceso Ros¡ e interpretado por Rupert Everett, Ornella Muti y Gian Maria Volonté.

Prólogo
Santiago Gamboa
Hace un par de años, en su casa de Bogotá, al frente del Parque de la 88, le pregunté a García Márquez si nunca había sentido la tentación de escribir una novela negra. «Ya la escribí -me dijo-, es Crónica de una muerte anunciada.» Afuera, sobre el césped verde, amos y perros daban el paseo del mediodía bajo un sol radiante, raro en Bogotá para el mes de febrero. «Lo que sucede es que yo no quise que el lector empezara por el final para ver si se cometía el crimen o no -continuó diciendo-, así que decidí ponerlo en la frase inicial del libro.» Era la primera vez que veía a García Márquez. Yo había aprendido a amar la literatura por haber leído, entre otras cosas, sus novelas. Estaba muy emocionado escuchándolo. «De este modo agregó- la gente descansa de la intriga y puede dedicarse a leer con calma qué fine lo que pasó.» Dicho esto enumeró una larga serie de historias de género negro en la literatura y concluyó que su preferida era Edipo Rey, de Sófocles: «Porque al final uno descubre que el detective y el asesino son la misma persona». A García Márquez le gusta hablar de literatura.
Quedan pocos escritores a los que les guste hablar de literatura.
Pero Crónica de una muerte anunciada es, sobre todo, una exacta y eficaz pieza de relojería. Los hechos que rodean la muerte de Santiago Nasar, en la madrugada siguiente al fallido matrimonio de Bayardo San Román con Ángela Vicario, van siendo reconstruidos uno a uno por el narrador, agregando cada vez, con los testimonios de los protagonistas, la información necesaria para que el muro se levante en equilibrio, la curiosidad del lector quede azuzada y se forme una ambiciosa historia coral, nutrida de múltiples voces. Las voces de todos aquellos que, años después, recuerdan, confiesan u ocultan algún detalle nuevo del crimen, algún matiz que completa la tragedia. Porque al fin y al cabo Crónica de una muerte anunciada es también una tragedia moderna. Los personajes son empujados a la acción por fuerzas que no controlan. Los hermanos Vicario, los asesinos, se ven obligados a cumplir un destino, que es el de lavar la honra de su hermana, matando a Santiago Nasar. Pero ninguno de los dos quiere hacerlo, y, como dice el narrador, «hicieron mucho más de lo que era imaginable para que alguien les impidiera matarlo, y no lo consiguieron». El coronel Aponte, el alcalde, alertado por las voces, los desarma; pero es inútil, pues es demasiado temprano y los hermanos tienen tiempo de reponer con desgano los cuchillos. Clotilde Armenta, la propietaria de la tienda donde los Vicario esperan el amanecer, llega incluso a sentir lástima por ellos y le suplica al alcalde que los detenga, «para librar a esos pobres muchachos del horrible compromiso que les ha caído encima». Algo más fuerte que la voluntad de los hombres mueve los hilos. Los vecinos de la familia Nasar, y en realidad todo el pueblo, saben que Santiago va a ser asesinado e intentan avisarle, pero ninguna de las estafetas llega a su destino. Deslizan por debajo de la puerta una nota que nadie ve. Se envían razones con pordioseros que llegan tarde, y muchos, al ver que es una muerte tan anunciada, no hacen nada simplemente porque no les parece posible que el propio Nasar o su madre no lo sepan ya y no hayan previsto algo para evitarlo. La madre del narrador es una de las que sí cree que debe hacer algo, y entonces se viste para salir a alertar a la mamá de Santiago Nasar; pero antes tiene esta extraordinaria conversación con su marido, quien le pregunta adónde va: A prevenir a mi comadre Plácida -contestó ella-. No es justo que todo el mundo sepa que le van a matar el hijo, y que ella sea la única que no lo sabe.
-Tenemos tantos vínculos con ella como con los Vicario -dijo mi padre.
-Hay que estar siempre del lado del muerto -dijo ella.
Pero cuando sale a la calle le dicen que ya lo mataron. Y así, todos los que quieren prevenir la muerte son cuidadosamente apartados: sus mensajes no llegan. En realidad, el único en todo el pueblo que no sabe del crimen es la propia víctima, perdido entre otras cosas por el cambio en los hábitos diarios que supone, muy de mañana, la visita de un obispo que ni siquiera puso el pie en el puerto y que los bendijo desde el barco, alejándose entre resoplidos de vapor. Si en esas lejanías del Trópico se castigara como delito la «no asistencia apersona en peligro», habría que meter a la cárcel a todo el pueblo, incluidos el cura y el alcalde. Crónica de una muerte anunciada es, por lo demás, una joya rara en la obra de García Márquez, pues es él mismo quien relata la historia en primera persona. El «yo» inquietante que desde el principio reconstruye los hechos se va reconociendo en el autor hasta descubrirse del todo, pues dice: «Muchos sabían que en la inconsciencia de la parranda le propuse a Mercedes Barcha que se casara conmigo, cuando apenas había terminado la escuela primaria, tal como ella misma me lo recordó cuando nos casamos catorce años después». Mercedes Barcha es la «Gaba», así le dicen sus más íntimos amigos. De este modo el título del libro se acaba de llenar de sentido: no sólo es una muerte anunciada, sino que además se trata de una crónica, en el mejor estilo periodístico. García Márquez, el cronista, cita las fuentes de cada información precisando el origen, sin que nada quede al azar de la imaginación. Y es aquí en donde el libro adquiere su máxima precisión de relojería suiza. Las fronteras de la crónica periodística y de la literatura se disuelven y ningún dato queda suelto, nada de lo narrado aparece sin una previa justificación. La costa atlántica colombiana, por los años en que se publicó esta novela, era aún vista desde la capital del país como algo remoto, y en esa mirada había ínfulas de superioridad y de arrogancia justificadas sólo por el hecho de que en Bogotá estaban los edificios grecorromanos del Capitolio y el Palacio Presidencial. Esa costa, y lo costeño -llamado despectivamente «corroncho» por los del interior-, con su mezcla de tradiciones caribes, hispanas, negras y árabes, era acusada de ser la madre de todos los vicios, la república de la pereza, de la corrupción, del nepotismo, del machismo y del trago, de la irresponsabilidad, en fin, de todo lo negativo, mientras que Bogotá, con su rancia aristocracia, se consideraba a sí misma la Atenas de América, la cuna de la cultura y la elegancia, el Londres de los Andes. Pero hoy al cabo de dos décadas, la cultura de esa proscrita costa atlántica, en la que se inscribe este libro y casi toda la obra de García Márquez, es una de las pocas cosas que a los colombianos nos permite paliar las vergüenzas que ocasionan, en la acartonada capital, esos dos presuntuosos edificios grecorromanos. No recuerdo cuándo leí por primera vez esta Crónica de una muerte anunciada, pero sé que fue en Bogotá, hace ya más de quince años, recuerdo, eso sí, el extraño y sobrecogedor efecto que me llevó a desear, en cada página, que alguien detuviera a los hermanos Vicario, que se evitara esa muerte absurda que los condenaba a todos. Pero la muerte ya estaba anunciada; y aún hoy, al releerlo, vuelvo a sentir que es posible, en medio de la tragedia, que los cuchillos no alcancen a Santiago, que alguno de los mensajeros llegue a tiempo y él escape, que la puerta de su casa se abra. Y no sucede. Santiago Nasar vuelve a morir. Me pregunto si los lectores de este libro, dentro de doscientos o trescientos años, desearán lo mismo al leer sus páginas. Quizás sí. Lo que es seguro es que Santiago Nasar y su muerte anunciada serán en ese entonces una de las pocas cosas de nuestra época que aún estarán vivas.


La caza del amor
es altanería
VICENTE GIL









El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana paraesperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque dehiguerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero aldespertar se sintió por completo salpicado de cagada de pájaros. «Siempre soñaba conárboles», me dijo Plácida Linero, su madre, evocando 27 años después los pormenoresde aquel lunes ingrato. «La semana anterior había soñado que iba solo en un avión depapel de estaño que volaba sin tropezar por entre los almendros», me dijo. Tenía unareputación muy bien ganada de interprete certera de los sueños ajenos, siempre que selos contaran en ayunas, pero no había advertido ningún augurio aciago en esos dossueños de su hijo, ni en los otros sueños con árboles que él le había contado en lasmañanas que precedieron a su muerte.Tampoco Santiago Nasar reconoció el presagio. Había dormido poco y mal, sinquitarse la ropa, y despertó con dolor de cabeza y con un sedimento de estribo de cobreen el paladar, y los interpretó como estragos naturales de la parranda de bodas que sehabía prolongado hasta después de la media noche. Más aún: las muchas personas queencontró desde que salió de su casa a las 6.05 hasta que fue destazado como un cerdouna hora después, lo recordaban un poco soñoliento pero de buen humor, y a todos lescomentó de un modo casual que era un día muy hermoso. Nadie estaba seguro de si serefería al estado del tiempo. Muchos coincidían en el recuerdo de que era una mañanaradiante con una brisa de mar que llegaba a través de los platanales, como era depensar que lo fuera en un buen febrero de aquella época. Pero la mayoría estaba deacuerdo en que era un tiempo fúnebre, con un cielo turbio y bajo y un denso olor deaguas dormidas, y que en el instante de la desgracia estaba cayendo una lloviznamenuda como la que había visto Santiago Nasar en el bosque del sueño. Yo estabareponiéndome de la parranda de la boda en el regazo apostólico de María AlejandrinaCervantes, y apenas si desperté con el alboroto de las campanas tocando a rebato,porque pensé que las habían soltado en honor del obispo.Santiago Nasar se puso un pantalón y una camisa de lino blanco, ambas piezas sinalmidón, iguales a las que se había puesto el día anterior para la boda. Era un atuendode ocasión. De no haber sido por la llegada del obispo se habría puesto el vestido decaqui y las botas de montar con que se iba los lunes a El Divino Rostro, la hacienda deganado que heredó de su padre, y que él administraba con muy buen juicio aunque sinmucha fortuna. En el monte llevaba al cinto una 357 Magnum, cuyas balas blindadas,según él decía, podían partir un caballo por la cintura. En época de perdices llevabatambién sus aperos de cetrería. En el armario tenía además un rifle 30.06Mannlicher-Schönauer, un rifle 300 Holland Magnum, un 22 Hornet con mira telescópicade dos poderes, y una Winchester de repetición. Siempre dormía como durmió su padre,con el arma escondida dentro de la funda de la almohada, pero antes de abandonar lacasa aquel día le sacó los proyectiles y la puso en la gaveta de la mesa de noche.«Nunca la dejaba cargada», me dijo su madre. Yo lo sabía, y sabía además queguardaba las armas en un lugar y -escondía la munición en otro lugar muy apartado, demodo que nadie cediera ni por casualidad a la tentación de cargarlas dentro de la casa.Era una costumbre sabia impuesta por su padre desde una mañana en que una sirvientasacudió la almohada para quitarle la funda, y la pistola se disparó al chocar contra elsuelo, y la bala desbarató el armario del cuarto, atravesó la pared de la sala, * pasó conun estruendo de guerra por el comedor de la casa vecina y convirtió en polvo de yeso aun santo de tamaño natural en el altar mayor de la iglesia, al otro extremo de la plaza.Santiago Nasar, que entonces era muy niño, no olvidó nunca la lección de aquelpercance.La última imagen que su madre tenía de él era la de su paso fugaz por el dormitorio.La había despertado cuando trataba de encontrar a tientas una aspirina en el botiquíndel baño, y ella encendió la luz y lo vio aparecer en la puerta con el vaso de agua en lamano, como había de recordarlo para siempre. Santiago Nasar le contó entonces elsueño, pero ella no les puso atención a los árboles.-Todos los sueños con pájaros son de buena salud -dijo.Lo vio desde la misma hamaca y en la misma posición en que la encontré postradapor las últimas luces de la vejez, cuando volví a este pueblo olvidado tratando derecomponer con tantas astillas dispersas el espejo roto de la memoria. Apenas sidistinguía las formas a plena luz, y tenía hojas medicinales en las sienes para el dolor decabeza eterno que le dejó su hijo la última vez que pasó por el dormitorio. Estaba decostado, agarrada a las pitas del cabezal de la hamaca para tratar de incorporarse, yhabía en la penumbra el olor de bautisterio que me había sorprendido la mañana delcrimen.Apenas aparecí en el vano. de la puerta me confundió con el recuerdo de SantiagoNasar. «Ahí estaba», me dijo. «Tenía el vestido de lino blanco lavado con agua sola,porque era de piel tan delicada que no soportaba el ruido del almidón.» Estuvo un largorato sentada en la hamaca, masticando pepas de cardamina, hasta que se le pasó lailusión de que el hijo había vuelto. Entonces suspiró: «Fue el hombre de mi vida».Yo lo vi en su memoria. Había cumplido 21 años la última semana de enero, y eraesbelto y pálido, y tenía los párpados árabes y los cabellos rizados de su padre. Era elhijo único de un matrimonio de conveniencia que no tuvo un solo instante de felicidad,pero él parecía feliz con su padre hasta que éste murió de repente, tres años antes, ysiguió pareciéndolo con la madre solitaria hasta el lunes de su muerte. De ella heredó elinstinto. De su padre aprendió desde muy niño el dominio de las armas de fuego, elamor por los caballos y la maestranza de las aves de presas altas, pero de él aprendiótambién las buenas artes del valor y la prudencia. Hablaban en árabe entre ellos, perono delante de Plácida Linero para que no se sintiera excluida. Nunca se les vio armadosen el pueblo, y la única vez que trajeron sus halcones amaestrados fue para hacer unademostración de altanería en un bazar de caridad. La muerte de su padre lo habíaforzado a abandonar los estudios al término de la escuela secundaria, para hacersecargo de la hacienda familiar. Por sus méritos propios, Santiago Nasar era alegre ypacífico, y de corazón fácil.El día en que lo iban a matar, su madre creyó que él se había equivocado de fechacuando lo vio vestido de blanco. «Le recordé que era lunes», me dijo. Pero él le explicóque se había vestido de pontifical por si tenía ocasión de besarle el anillo al obispo. Ellano dio ninguna muestra de interés.-Ni siquiera se bajará del buque -le dijo-. Echará una bendición de compromiso, comosiempre, y se irá por donde vino. Odia a este pueblo.Santiago Nasar sabía que era cierto, pero los fastos de la iglesia le causaban unafascinación irresistible. «Es como el cinc», me había dicho alguna vez. A su madre, encambio, lo único que le interesaba de la llegada del obispo era que el hijo no se fuera amojar en la lluvia, pues lo había oído estornudar mientras dormía. Le aconsejó quellevara un paraguas, pero él le hizo un signo de adiós con la mano y salió del cuarto. Fuela última vez que lo vio.Victoria Guzmán, la cocinera, estaba segura de que no había llovido aquel día, ni entodo el mes de febrero. «Al contrario», me dijo cuando vine a verla, poco antes de sumuerte. «El sol calentó más temprano que en agosto.» Estaba descuartizando tresconejos para el almuerzo, rodeada de perros acezantes, cuando Santiago Nasar entró enla cocina. «Siempre se levantaba con cara de mala noche», recordaba sin amor VictoriaGuzmán. Divina Flor, su hija, que apenas empezaba a florecer, le sirvió a Santiago Nasarun tazón de café cerrero con un chorro de alcohol de caña, como todos los lunes, paraayudarlo a sobrellevar la carga de la noche anterior. La cocina enorme, con el cuchicheode la lumbre y las gallinas dormidas en las perchas, tenía una respiración sigilosa.Santiago Nasar masticó otra aspirina y se sentó a beber a sorbos lentos el tazón de café,pensando despacio, sin apartar la vista de las dos mujeres que destripaban los conejosen la hornilla. A pesar de la edad, Victoria Guzmán se conservaba entera. La niña,todavía un poco montaraz, parecía sofocada por el ímpetu de sus glándulas. SantiagoNasar la agarró por la muñeca cuando ella iba a recibirle el tazón vacío.-Ya estás en tiempo de desbravar -le dijo.Victoria Guzmán le mostró el cuchillo ensangrentado.-Suéltala, blanco -le ordenó en serio-. De esa agua no beberás mientras yo esté viva.Había sido seducida por Ibrahim Nasar en la plenitud de la adolescencia. La habíaamado en secreto varios años en los establos de la hacienda, y la llevó a servir en sucasa cuando se le acabó el afecto. Divina Flor, que era hija de un marido más reciente,se sabía destinada a la cama furtiva de Santiago Nasar, y esa idea le causaba unaansiedad prematura. «No ha vuelto a nacer otro hombre como ése», me dijo, gorda ymustia, y rodeada por los hijos de otros amores. «Era idéntico a su padre -le replicóVictoria Guzmán-. Un mierda.» Pero no pudo eludir una rápida ráfaga de espanto alrecordar el horror de Santiago Nasar cuando ella arrancó de cuajo las entrañas de unconejo y les tiró a los perros el tripajo humeante.-No seas bárbara -le dijo él-. Imagínate que fuera un ser humano.Victoria Guzmán necesitó casi 20 años para entender que un hombre acostumbrado amatar animales inermes expresara de pronto semejante horror. «Dios Santo -exclamóasustada-, de modo que todo aquello fue una revelación!» Sin embargo, tenía tantasrabias atrasadas la mañana del crimen, que siguió cebando a los perros con las víscerasde los otros conejos, sólo por amargarle el desayuno a Santiago Nasar. En ésas estabancuando el pueblo entero despertó con el bramido estremecedor del buque de vapor enque llegaba el obispo.La casa era un antiguo depósito de dos pisos, con paredes de tablones bastos y untecho de cinc de dos aguas, sobre el cual velaban los gallinazos por los desperdicios delpuerto. Había sido construido en los tiempos en que el río era tan servicial que muchasbarcazas de mar, e inclusive algunos barcos de altura, se aventuraban hasta aquí através de las ciénagas del estuario. Cuando vino Ibrahim Nasar con los últimos árabes,al término de las guerras civiles, ya no llegaban los barcos de mar debido a lasmudanzas del río, y el depósito estaba en desuso. Ibrahim Nasar lo compró a cualquierprecio para poner una tienda de importación que nunca puso, y sólo cuando se iba acasar lo convirtió en una casa para vivir. En la planta baja abrió un salón que servía paratodo, y construyó en el fondo una caballeriza para cuatro animales, los cuartos deservicio, y tina cocina de hacienda con ventanas hacia el puerto por donde entraba atoda hora la pestilencia de las aguas. Lo único que dejó intacto en el salón fue laescalera en espiral rescatada de algún naufragio. En la planta alta, donde antesestuvieron las oficinas de aduana, hizo dos dormitorios amplios y cinco camarotes paralos muchos hijos que pensaba tener, y construyó un balcón de madera sobre losalmendros de la plaza, donde Plácida Linero se sentaba en las tardes de marzo aconsolarse de su soledad. En la fachada conservó la puerta principal y le hizo dosventanas de cuerpo entero con bolillos torneados. Conservó también la puerta posterior,sólo que un poco más alzada para pasar a caballo, y mantuvo en servicio una parte delantiguo muelle. Ésa fue siempre la puerta de más uso, no sólo porque era el accesonatural a las pesebreras y la cocina, sino porque daba a la calle del puerto nuevo sinpasar por la plaza. La puerta del frente, salvo en ocasiones festivas, permanecía cerraday con tranca. Sin embargo, fue por allí, y no por la puerta posterior, por dondeesperaban a Santiago Nasar los hombres que lo iban a matar, y fue por allí por donde élsalió a recibir al obispo, a pesar de que debía darle una vuelta completa a la casa parallegar al puerto.Nadie podía entender tantas coincidencias funestas. El juez instructor que vino deRiohacha debió sentirlas sin atreverse a admitirlas, pues su interés de darles unaexplicación racional era evidente en el sumario. La puerta de la plaza estaba citadavarias veces con un nombre de folletín: La puerta fatal. En realidad, la única explicaciónválida parecía ser la de Plácida Linero, que contestó a la pregunta con su razón demadre: «Mi hijo no salía nunca por la puerta de atrás cuando estaba bien vestido».Parecía una verdad tan fácil, que el instructor la registró en una nota marginal, pero nola sentó en el sumario.Victoria Guzmán, por su parte, fue terminante en la respuesta de que ni ella ni su hijasabían que a Santiago Nasar lo estaban esperando para matarlo. Pero en el curso de susaños admitió que ambas lo sabían cuando él entró en la cocina a tomar el café. Se lohabía dicho una mujer que pasó después de las cinco a pedir un poco de leche porcaridad, y les reveló además los motivos y el lugar donde lo estaban esperando. «No laprevine porque pensé que eran habladas de borracho», me dijo. No obstante, Divina Florme confesó en una visita posterior, cuando ya su madre había muerto, que ésta no lehabía dicho nada a Santiago Nasar porque en el fondo de su alma quería que lomataran. En cambio ella no lo previno porque entonces no era más que una niñaasustada, incapaz de una decisión propia, y se había asustado mucho más cuando él laagarró por la muñeca con una mano que sintió helada y pétrea, como una mano demuerto.Santiago Nasar atravesó a pasos largos la casa en penumbra, perseguido por losbramidos de júbilo del buque del obispo. Divina Flor se le adelantó para abrirle la puerta,tratando de no dejarse alcanzar por entre las jaulas de pájaros dormidos del comedor,por entre los muebles de mimbre y las macetas de helechos colgados de la sala, perocuando quitó la tranca de la puerta no pudo evitar otra vez la mano de gavilán carnicero.«Me agarró toda la panocha -me dijo Divina Flor-. Era lo que hacía siempre cuando meencontraba sola por los rincones de la casa, pero aquel día no sentí el susto de siempresino unas ganas horribles de llorar.» Se apartó para dejarlo salir, y a través de la puertaentreabierta vio los almendros de la plaza, nevados por el resplandor del amanecer, perono tuvo valor para ver nada más. «Entonces se acabó el pito del buque y empezaron acantar los gallos -me dijo-. Era un alboroto tan grande, que no podía creerse quehubiera tantos gallos en el pueblo, y pensé que venían en el buque del obispo.» Lo únicoque ella pudo hacer por el hombre que nunca había de ser suyo, fue dejar la puerta sintranca, contra las órdenes de Plácida Linero, para que él pudiera entrar otra vez en casode urgencia. Alguien que nunca fue identificado había metido por debajo de la puerta unpapel dentro de un sobre, en el cual le avisaban a Santiago Nasar que lo estabanesperando para matarlo, y le revelaban además el lugar y los motivos, y otros detallesmuy precisos de la confabulación. El mensaje estaba en el suelo cuando Santiago Nasarsalió de su casa, pero él no lo vio, ni lo vio Divina Flor ni lo vio nadie hasta muchodespués de que el crimen fue consumado.Habían dado las seis y aún seguían encendidas las luces públicas. En las ramas de losalmendros, y en algunos balcones, estaban todavía las guirnaldas de colores de la boda,y hubiera podido pensarse que acababan de colgarlas en honor del obispo. Pero la plazacubierta de baldosas hasta el atrio de la iglesia, donde estaba el tablado de los músicos,parecía un muladar de botellas vacías y toda clase de desperdicios de la parrandapública. Cuando Santiago Nasar salió de su casa, varias personas corrían hacia el puerto,apremiadas por los bramidos del buque.El único lugar abierto en la plaza era una tienda de leche a un costado de la iglesia,donde estaban los dos hombres que esperaban a Santiago Nasar para matarlo. ClotildeArmenta, la dueña del negocio, fue la primera que lo vio en el resplandor del alba, ytuvo la impresión de que estaba vestido de aluminio. «Ya parecía un fantasma», me dijo.Los hombres que lo iban a matar se habían dormido en los asientos, apretando en elregazo los cuchillos envueltos en periódicos, y Clotilde Armenta reprimió el aliento parano despertarlos.Eran gemelos: Pedro y Pablo Vicario. Tenían 24 años, y se parecían tanto que costabatrabajo distinguirlos. «Eran de catadura espesa pero de buena índole», decía el sumario.Yo, que los conocía desde la escuela primaria, hubiera escrito lo mismo. Esa mañanallevaban todavía los vestidos de paño oscuro de la boda, demasiado gruesos y formalespara el Caribe, y tenían el aspecto devastado por tantas horas de mala vida, pero habíancumplido con el deber de afeitarse. Aunque no habían dejado de beber desde la vísperade la parranda, ya no estaban borrachos al cabo de tres días, sino que parecíansonámbulos desvelados. Se habían dormido con las primeras auras del amanecer,después de casi tres horas de espera en la tienda de Clotilde Armenta, y aquél era suprimer sueño desde el viernes. Apenas si habían despertado con el primer bramido delbuque, pero el instinto los despertó por completo cuando Santiago Nasar salió de sucasa. Ambos agarraron entonces el rollo de periódicos, y Pedro Vicario empezó alevantarse.-Por el amor de Dios -murmuró Clotilde Armenta-. Déjenlo para después, aunque seapor respeto al señor obispo.«Fue un soplo del Espíritu Santo», repetía ella a menudo. En efecto, había sido unaocurrencia providencial, pero de una virtud momentánea. Al oírla, los gemelos Vicarioreflexionaron, y el que se había levantado volvió a sentarse. Ambos siguieron con lamirada a Santiago Nasar cuando empezó a cruzar la plaza. «Lo miraban más bien conlástima», decía Clotilde Armenta. Las niñas de la escuela de monjas atravesaron la plazaen ese momento trotando en desorden con sus uniformes de huérfanas.Plácida Linero tuvo razón: el obispo no se bajó del buque. Había mucha gente en elpuerto además de las autoridades y los niños de las escuelas, y por todas partes seveían los huacales de gallos bien cebados que le llevaban de regalo al obispo, porque lasopa de crestas era su plato predilecto. En el muelle de carga había tanta leñaarrumada, que el buque habría necesitado por lo menos dos horas para cargarla. Pero nose detuvo. Apareció en la vuelta del río, rezongando como un dragón, y entonces labanda de músicos empezó a tocar el himno del obispo, y los gallos se pusieron a cantaren los huacales y alborotaron a los otros gallos del pueblo.Por aquella época, los legendarios buques de rueda alimentados con leña estaban apunto de acabarse, y los pocos que quedaban en servicio ya no tenían pianola nicamarotes para la luna de miel, y apenas si lograban navegar contra la corriente. Peroéste era nuevo, y tenía dos chimeneas en vez de una con la bandera pintada como unbrazal, y la rueda de tablones de la popa le daba un ímpetu de barco de mar. En labaranda superior, junto al camarote del capitán, iba el obispo de sotana blanca con suséquito de españoles. «Estaba haciendo un tiempo de Navidad», ha dicho mi hermanaMargot. Lo que pasó, según ella, fue que el silbato del buque soltó un chorro de vapor apresión al pasar frente al puerto, y dejó ensopados a` los que estaban más cerca de laorilla. Fue una ilusión fugaz: el obispo empezó a hacer la señal de la cruz en el airefrente a la muchedumbre del muelle, y después siguió haciéndola de memoria, sinmalicia ni inspiración, hasta que el buque se perdió de vista y sólo quedó el alboroto delos gallos.Santiago Nasar tenía motivos para sentirse defraudado. Había contribuido con variascargas de leña alas solicitudes públicas del padre Carmen Amador, y además habíaescogido él mismo los gallos de crestas más apetitosas. Pero fue una contrariedadmomentánea. Mi hermana Margot, que estaba con él en el muelle, lo encontró de muybuen humor y con ánimos de seguir la fiesta, a pesar de que las aspirinas no le habíancausado ningún alivio. «No parecía resfriado, y sólo estaba pensando en lo que habíacostado la boda», me dijo. Cristo Bedoya, que estaba con ellos, reveló cifras queaumentaron el asombro. Había estado de parranda con Santiago Nasar y conmigo hastaun poco antes de las cuatro, pero no había ido a dormir donde sus padres, sino que sequedó conversando en casa de sus abuelos. Allí obtuvo muchos datos que le faltabanpara calcular los costos de la parranda. Contó que se habían sacrificado cuarenta pavosy once cerdos para los invitados, y cuatro terneras que el novio puso a asar para elpueblo en la plaza pública. Contó que se consumieron 205 cajas de alcoholes decontrabando y casi 2.000 botellas de ron de caña que fueron repartidas entre lamuchedumbre. No hubo una sola persona, ni pobre ni rica, que no hubiera participadode algún modo en la parranda de mayor escándalo que se había visto jamás en elpueblo. Santiago Nasar soñó en voz alta.-Así será mi matrimonio -dijo-. No les alcanzará la vida para contarlo.Mi hermana sintió pasar el ángel. Pensó una vez más en la buena suerte de FloraMiguel, que tenía tantas cosas en la vida, y que iba a tener además a Santiago Nasar enla Navidad de ese año. «Me di cuenta de pronto de que no podía haber un partido mejorque él», me dijo. «Imagínate: bello, formal, y con una fortuna propia a los veintiúnaños.» Ella solía invitarlo a desayunar en nuestra casa cuando había caribañolas deyuca, y mi madre las estaba haciendo aquella mañana. Santiago Nasar aceptóentusiasmado.-Me cambio de ropa y te alcanzo -dijo, y cayó en la cuenta de que había olvidado elreloj en la mesa de noche-. ¿Qué hora es?Eran las 6.25. Santiago Nasar tomó del brazo a Cristo Bedoya y se lo llevó hacia laplaza.-Dentro de un cuarto de hora estoy en tu casa -le dijo a mi hermana.Ella insistió en que se fueran juntos de inmediato porque el desayuno estaba servido.«Era una insistencia rara -me dijo Cristo Bedoya-. Tanto, que a veces he pensado queMargot ya sabía que lo iban a matar y quería esconderlo en tu casa.» Sin embargo,Santiago Nasar la convenció de que se adelantara mientras él se ponía la ropa demontar, pues tenía que estar temprano en El Divino Rostro para castrar terneros. Sedespidió de ella con la misma señal de la mano con que se había despedido de su madre,y se alejó hacia la plaza llevando del brazo a Cristo Bedoya. Fue la última vez que lo vio.Muchos de los que estaban en el puerto sabían que a Santiago Nasar lo iban a matar.Don Lázaro Aponte, coronel de academia en uso de buen retiro y alcalde municipal desdehacía once años, le hizo un saludo con los dedos. «Yo tenía mis razones muy reales paracreer que ya no corría ningún peligro», me dijo. El padre Carmen Amador tampoco sepreocupó. «Cuando lo vi sano y salvo pensé que todo había sido un infundio», me dijo.Nadie se preguntó siquiera si Santiago Nasar estaba prevenido, porque a todos lespareció imposible que no lo estuviera.En realidad, mi hermana Margot era una de las pocas personas que todavía ignorabanque lo iban a matar. «De haberlo sabido, me lo hubiera llevado para la casa aunquefuera amarrado», declaró al instructor. Era extraño que no lo supiera, pero lo era muchomás que tampoco lo supiera mi madre, pues se enteraba de todo antes que nadie en lacasa, a pesar de que hacía años que no salía a la calle, ni siquiera para ir a misa. Yoapreciaba esa virtud suya desde que empecé a levantarme temprano para ir a laescuela. La encontraba como era en aquellos tiempos, lívida y sigilosa, barriendo el patiocon una escoba de ramas en el resplandor ceniciento del amanecer, y entre cada sorbode café me iba contando lo que había ocurrido en el mundo mientras nosotrosdormíamos. Parecía tener hilos de comunicación secreta con la otra gente del pueblo,sobre todo con la de su edad, y a veces nos sorprendía con noticias anticipadas que nohubiera podido conocer sino por artes de adivinación. Aquella mañana, sin embargo, nosintió el pálpito de la tragedia que se estaba gestando desde las tres de la madrugada.Había terminado de barrer el patio, y cuando mi hermana Margot salía a recibir al obispola encontró moliendo la yuca para las caribañolas. «Se oían gallos», suele decir mimadre recordando aquel día. Pero nunca relacionó el alboroto distante con la llegada delobispo, sino con los últimos rezagos de la boda.Nuestra casa estaba lejos de la plaza grande, en un bosque de mangos frente al río.Mi hermana Margot había ido hasta el puerto caminando por la orilla, y la gente estabademasiado excitada con la visita del obispo para ocuparse de otras novedades. Habíanpuesto a los enfermos acostados en los portales para que recibieran la medicina de Dios,y las mujeres salían corriendo de los patios con pavos y lechones y toda clase de cosasde comer, y desde la orilla opuesta llegaban canoas adornadas de flores. Pero despuésde que el obispo pasó sin dejar su huella en la tierra, la otra noticia reprimida alcanzó sutamaño de escándalo. Entonces fue cuando mi hermana Margot la conoció completa y deun modo brutal: Ángela Vicario, la hermosa muchacha que se había casado el díaanterior, había sido devuelta a la casa de sus padres, porque el esposo encontró que noera virgen. «Sentí que era yo la que me iba a morir», dijo mi hermana. «Pero por másque volteaban el cuento al derecho y al revés, nadie podía explicarme cómo fue que elpobre Santiago Nasar terminó comprometido en semejante enredo.» Lo único que sabíancon seguridad era que los hermanos de Ángela Vicario lo estaban esperando paramatarlo.Mi hermana volvió a casa mordiéndose por dentro para no llorar. Encontró a mi madreen el comedor, con un traje dominical de flores azules que se había puesto por si elobispo pasaba a saludarnos, y estaba cantando el fado del amor invisible mientrasarreglaba la mesa. Mi hermana notó que había un puesto más que de costumbre.-Es para Santiago Nasar -le dijo mi madre-. Me dijeron que lo habías invitado adesayunar.-Quítalo -dijo mi hermana.Entonces le contó. «Pero fue como si ya lo supiera -me dijo-. Fue lo mismo desiempre, que uno empieza a contarle algo, y antes de que el cuento llegue a la mitad yaella sabe cómo termina.» Aquella mala noticia era un nudo cifrado para mi madre. ASantiago Nasar le habían puesto ese nombre por el nombre de ella, y era además sumadrina de bautismo, pero también tenía un parentesco de sangre con Pura Vicario, lamadre de la novia devuelta. Sin embargo, no había acabado de escuchar la noticiacuando ya se había puesto los zapatos de tacones y la mantilla de iglesia que sólo usabaentonces para las visitas de pésame. Mi padre, que había oído todo desde la cama,apareció en piyama en el comedor y le preguntó alarmado para dónde iba.-A prevenir a mi comadre Plácida -contestó ella-. No es justo que todo el mundo sepaque le van a matar el hijo, y que ella sea la única que no lo sabe.-Tenernos tantos vínculos con ella como con los Vicario -dijo mi padre.-Hay que estar siempre de parte del muerto -dijo ella.Mis hermanos menores empezaron a salir de los otros cuartos. Los más pequeños,tocados por el soplo de la tragedia, rompieron a llorar. Mi madre no les hizo caso, poruna vez en la vida, ni le prestó atención a su esposo.-Espérate y me visto -le dijo él.Ella estaba ya en la calle. Mi hermano Jaime, que entonces no tenía más de sieteaños, era el único que estaba vestido para la escuela.-Acompáñala tú -ordenó mi padre.Jaime corrió detrás de ella sin saber qué pasaba ni para dónde iban, y se agarró de sumano. «Iba hablando sola -me dijo Jaime-. Hombres de mala ley, decía en voz muybaja, animales de mierda que no son capaces de hacer nada que no sean desgracias.»No se daba cuenta ni siquiera de que llevaba al niño de la mano. «Debieron pensar queme había vuelto loca -me dijo-. Lo único que recuerdo es que se oía a lo lejos un ruidode mucha gente, como si hubiera vuelto a empezar la fiesta de la boda, y que todo elmundo corría en dirección de la plaza.» Apresuró el paso, con la determinación de queera capaz cuando estaba una vida de por medio, hasta que alguien que corría en sentidocontrario se compadeció de su desvarío.-No se moleste, Luisa Santiaga -le gritó al pasar-. Ya lo mataron.


Bayardo San Román, el hombre que devolvió a la esposa, había venido por primeravez en agosto del año anterior: seis meses antes de la boda. Llegó en el buque semanalcon unas alforjas guarnecidas de plata que hacían juego con las hebillas de la correa ylas argollas de los botines. Andaba por los treinta años, pero muy bien escondidos, puestenía una cintura angosta de novillero, los ojos dorados, y la piel cocinada a fuego lentopor el salitre. Llegó con una chaqueta corta y un pantalón muy estrecho, ambos debecerro natural, y unos guantes de cabritilla del mismo color. Magdalena Oliver habíavenido con él en el buque y no pudo quitarle la vista de encima durante el viaje.«Parecía marica -me dijo-. Y era una lástima, porque estaba como para embadurnarlo demantequilla y comérselo vivo.» No fue la única que lo pensó, ni tampoco la última endarse cuenta de que Bayardo San Román no era un hombre de conocer a primera vista.Mi madre me escribió al colegio a fines de agosto y me decía en una nota casual: «Havenido un hombre muy raro». En la carta siguiente me decía: «El hombre raro se llamaBayardo San Román, y todo el inundo dice que es encantador, pero yo no lo he visto».Nadie supo nunca a qué vino. A alguien que no resistió la tentación de preguntárselo, unpoco antes de la boda, le contestó: «Andaba de pueblo en pueblo buscando con quiencasarme». Podía haber sido verdad, pero lo mismo hubiera contestado cualquier otracosa, pues tenía una manera de hablar que más bien le servía para ocultar que paradecir.La noche en que llegó dio a entender en el cine que era ingeniero de trenes, y hablóde la urgencia de construir un ferrocarril hasta el interior para anticiparnos a lasveleidades del río. Al día siguiente tuvo que mandar un telegrama, y él mismo lotransmitió con el manipulador, y además le enseñó al telegrafista una fórmula suya paraseguir usando las pilas agotadas. Con la misma propiedad había hablado deenfermedades fronterizas con un médico militar que pasó por aquellos meses haciendola leva. Le gustaban las fiestas ruidosas y largas, pero era de buen beber, separador depleitos y enemigo de juegos de manos. Un domingo después de misa desafió a losnadadores más diestros, que eran muchos, y dejó rezagados a los mejores con veintebrazadas de ida y vuelta a través del río. Mi madre me lo contó en una carta, y al finalme hizo un comentario muy suyo: «Parece que también está nadando en oro». Estorespondía a la leyenda prematura de que Bayardo San Román no sólo era capaz dehacer todo, y de hacerlo muy bien, sino que además disponía de recursos interminables.Mi madre le dio la bendición final en una carta de octubre. «La gente lo quiere mucho-me decía-, porque es honrado y de buen corazón, y el domingo pasado comulgó derodillas y ayudó a la misa en latín.» En ese tiempo no estaba permitido comulgar de piey sólo se oficiaba en latín, pero mi madre suele hacer esa clase de precisiones superfluascuando quiere llegar al fondo de las cosas. Sin embargo, después de ese veredictoconsagratorio me escribió dos cartas más en las que nada me decía sobre Bayardo SanRomán, ni siquiera cuando fue demasiado sabido que quería casarse con Ángela Vicario.Sólo mucho después de la boda desgraciada me confesó que lo había conocido cuandoya era muy tarde para corregir la carta de octubre, y que sus ojos de oro le habíancausado un estremecimiento de espanto.-Se me pareció al diablo -me dijo-, pero tú mismo me habías dicho que esas cosas nose deben decir por escrito.Lo conocí poco después que ella, cuando vine a las vacaciones de Navidad, y no loencontré tan raro como decían. Me pareció atractivo, en efecto, pero muy lejos de lavisión idílica de Magdalena Oliver. Me pareció más serio de lo que hacían creer sustravesuras, y de una tensión recóndita apenas disimulada por sus gracias excesivas.Pero sobre todo, me pareció un hombre muy triste. Ya para entonces había formalizadosu compromiso de amores con Ángela Vicario.Nunca se estableció muy bien cómo se conocieron. La propietaria de la pensión dehombres solos donde vivía Bayardo San Román, contaba que éste estaba haciendo lasiesta en un mecedor de la sala, a fines de setiembre, cuando Ángela Vicario y sumadre, atravesaron la plaza con dos canastas de flores artificiales. Bayardo San Romándespertó a medias, vio las dos mujeres vestidas de negro inclemente que parecían losúnicos seres vivos en el marasmo de las dos de la tarde, y preguntó quién era la joven.La propietaria le contestó que era la hija menor de la mujer que la acompañaba, y quese llamaba Ángela Vicario. Bayardo San Román las siguió con la mirada hasta el otroextremo de la plaza.-Tiene el nombre bien puesto -dijo.Luego recostó la cabeza en el espaldar del mecedor, y volvió a cerrar los ojos.-Cuando despierte -dijo-, recuérdame que me voy a casar con ella.Ángela Vicario me contó que la propietaria de la pensión le había hablado de esteepisodio desde antes de que Bayardo San Román la requiriera en amores. «Me asustémucho», me dijo. Tres personas que estaban en la pensión confirmaron que el episodiohabía ocurrido, pero otras cuatro no lo creyeron cierto. En cambio, todas las versionescoincidían en que Ángela Vicario y Bayardo San Román se habían visto por primera vezen las fiestas patrias de octubre, durante una verbena de caridad en la que ella estuvoencargada de cantar las rifas. Bayardo San Román llegó a la verbena y fue derecho almostrador atendido por la rifera lánguida cerrada de luto hasta la empuñadura, y lepreguntó cuánto costaba la ortofónica con incrustaciones de nácar que había de ser elatractivo mayor de la feria. Ella le contestó que no estaba para la venta sino para rifar.-Mejor -dijo él-, así será más fácil, y además, más barata.Ella me confesó que había logrado impresionarla, pero por razones contrarias delamor. «Yo detestaba a los hombres altaneros, y nunca había visto uno con tantas ínfulas-me dijo, evocando aquel día-. Además, pensé que era un polaco.» Su contrariedad fuemayor cuando cantó la rifa de la ortofónica, en medio de la ansiedad de todos, y enefecto se la ganó Bayardo San Román. No podía imaginarse que él, sólo porimpresionarla, había comprado todo los números de la rifa.Esa noche, cuando volvió a su casa, Ángela Vicario encontró allí la ortofónica envueltaen papel de regalo y adornada con un lazo de organza. «Nunca pude saber cómo supoque era mi cumpleaños», me dijo. Le costó trabajo convencer a sus padres de que no lehabía dado ningún motivo a Bayardo San Román para que le mandara semejante regalo,y menos de una manera tan visible que no pasó inadvertido para nadie. De modo quesus hermanos mayores, Pedro y Pablo, llevaron la ortofónica al hotel para devolvérsela asu dueño, y lo hicieron con tanto revuelo que no hubo nadie que la viera venir y no laviera regresar. Con lo único que no contó la familia fue con los encantos irresistibles deBayardo San Román. Los gemelos no reaparecieron hasta el amanecer del día siguiente,turbios de la borrachera, llevando otra vez la ortofónica y llevando además a BayardoSan Román para seguir la parranda en la casa.Ángela Vicario era la hija menor de una familia de recursos escasos. Su padre, PoncioVicario, era orfebre de pobres, y la vista se le acabó de tanto hacer primores de oro paramantener el honor de la casa. Purísima del Carmen, su madre, había sido maestra deescuela hasta que se casó para siempre. Su aspecto manso y un tanto afligidodisimulaba muy bien el rigor de su carácter. «Parecía una monja», recuerda Mercedes.Se consagró con tal espíritu de sacrificio a la atención del esposo y a la crianza de loshijos, que a uno se le olvidaba a veces que seguía existiendo. Las dos hijas mayores sehabían .casado muy tarde. Además de los gemelos, tuvieron una hija intermedia quehabía muerto de fiebres crepusculares, y dos años después seguían guardándole un lutoaliviado dentro de la casa, pero riguroso en la calle. Los hermanos fueron criados paraser hombres. Ellas habían sido educadas para casarse. Sabían bordar con bastidor, cosera máquina, tejer encaje de bolillo, lavar y planchar, hacer flores artificiales y dulces defantasía, y redactar esquelas de compromiso. A diferencia de las muchachas de la época,que habían descuidado el culto de la muerte, las cuatro eran maestras en la cienciaantigua de velar a los enfermos, confortar a los moribundos y amortajar a los muertos.Lo único que mi madre les reprochaba era la costumbre de peinarse antes de dormir.«Muchachas -les decía-: no se peinen de noche que se retrasan los navegantes.» Salvopor eso, pensaba que no había hijas mejor educadas. «Son perfectas -le oía decir confrecuencia-. Cualquier hombre será feliz con ellas, porque han sido criadas para sufrir.»Sin embargo, a los que se casaron con las dos mayores les fue difícil romper el cerco,porque siempre iban juntas a todas partes, y organizaban bailes de mujeres solas yestaban predispuestas a encontrar segundas intenciones en los designios de loshombres.Ángela Vicario era la más bella de las cuatro, y mi madre decía que había nacido comolas grandes reinas de la historia con el cordón umbilical enrollado en el cuello. Pero teníaun aire desamparado y una pobreza de espíritu que le auguraban un porvenir incierto.Yo volvía a verla año tras año, durante mis vacaciones de Navidad, y cada vez parecíamás desvalida en la ventana de su casa, donde se sentaba por la tarde a hacer flores detrapo y a cantar valses de solteras con sus vecinas. «Ya está de colgar en un alambre-me decía Santiago Nasar-: tu prima la boba.» De pronto, poco antes del luto de lahermana, la encontré en la calle por primera vez, vestida de mujer y con el cabellorizado, y apenas si pude creer que fuera la misma. Pero fue una visión momentánea: supenuria de espíritu se agravaba con los años. Tanto, que cuando se supo que BayardoSan Román quería casarse con ella, muchos pensaron que era una perfidia de forastero.La familia no sólo lo tomó en serió, sino con un grande alborozo. Salvo Pura Vicario,quien puso como condición que Bayardo San Román acreditara su identidad. Hastaentonces nadie sabía quién era. Su pasado no iba más allá de la tarde en quedesembarcó con su atuendo de artista, y era tan reservado sobre su origen que hasta elengendro más demente podía ser cierto. Se llegó a decir que había arrasado pueblos ysembrado el terror en Casanare como comandante de tropa, que era prófugo de Cayena,que lo habían visto en Pernambuco tratando de medrar con una pareja de ososamaestrados, y que había rescatado los restos de un galeón español cargado de oro enel canal de los Vientos. Bayardo San Román le puso término a tantas conjeturas con unrecurso simple: trajo a su familia en pleno.Eran cuatro: el padre, la madre y dos hermanas perturbadoras. Llegaron en un Ford Tcon placas oficiales cuya bocina de pato alborotó las calles a las once de la mañana. Lamadre, Alberta Simonds, una mulata grande de Curazao que hablaba el castellanotodavía atravesado de papiamento, había sido proclamada en su juventud como la másbella entre las 200 más bellas de las Antillas. Las hermanas, acabadas de florecer,parecían dos potrancas sin sosiego. Pero la carta grande era el padre: el generalPetronio San Román, héroe de las guerras civiles del siglo anterior, y una de las gloriasmayores del .régimen conservador por haber puesto en fuga al coronel AurelianoBuendía en el desastre de Tucurinca. Mi madre fue la única que no fue a saludarlocuando supo quién era. «Me parecía muy bien que se casaran -me dijo-. Pero una cosaera eso, y otra muy distinta era darle la mano a un hombre que ordenó dispararle por ,laespalda a Gerineldo Márquez.» Desde que asomó por la ventana del automóvilsaludando con el sombrero blanco, todos lo reconocieron por la fama de sus retratos.Llevaba un traje de lienzo color de trigo, botines de cordobán con los cordones cruzados,y unos espejuelos de oro prendidos con pinzas en la cruz de la nariz y sostenidos conuna leontina en el ojal del chaleco. Llevaba la medalla del valor en la solapa y un bastóncon el escudo nacional esculpido en el pomo. Fue el primero que se bajó del automóvil,cubierto por completo por el polvo ardiente de nuestros malos caminos, y no tuvo másque aparecer en el pescante para que todo el mundo se diera cuenta de que BayardoSan Román se iba a casar con quien quisiera.Era Ángela Vicario quien no quería casarse con él. «Me parecía demasiado hombrepara mí», me dijo. Además, Bayardo San Román no había intentado siquiera seducirla aella, sino que hechizó a la familia con sus encantos. Ángela Vicario no olvidó nunca elhorror de la noche en que sus padres y sus hermanas mayores con sus maridos,reunidos en la sala de la casa, le impusieron la obligación de casarse con un hombre queapenas había visto. Los gemelos se mantuvieron al margen. «Nos pareció que eranvainas de mujeres», me dijo Pablo Vicario. El argumento decisivo de los padres fue queuna familia dignifica da por la modestia no tenía derecho a despreciar aquel premio deldestino. Angela Vicario se atrevió apenas a insinuar el inconveniente de la falta de amor,pero su madre lo demolió con una sola frase:-También el amor se aprende.A diferencia de los noviazgos de la época, que eran largos y vigilados, el de ellos fuede sólo cuatro meses por las urgencias de Bayardo San Román. No fue más corto porquePura Vicario exigió esperar a que terminara el luto de la familia. Pero el tiempo alcanzósin angustias por la manera irresistible con que Bayardo San Román arreglaba las cosas.«Una noche me preguntó cuál era la casa que más me gustaba -me contó ÁngelaVicario-. Y yo le contesté, sin saber para qué era, que la más bonita del pueblo era laquinta del viudo de Xius.» Yo hubiera dicho lo mismo. Estaba en una colina barrida porlos vientos, y desde la terraza se veía el paraíso sin limite de las ciénagas cubiertas deanémonas moradas, y en los días claros del verano se alcanzaba a ver el horizonte nítidodel Caribe, y los trasatlánticos de turistas de Cartagena de Indias. Bayardo San Románfue esa misma noche al Club Social y se sentó a la mesa del viudo de Xius a jugar unapartida de dominó.-Viudo -le dijo-: le compro su casa.-No está a la venta -dijo el viudo.-Se la compro con todo lo que tiene dentro.El viudo de Xius le explicó con una buena educación a la antigua que los objetos de lacasa habían sido comprados por la esposa en toda una vida de sacrificios, y que para élseguían siendo como parte de ella. «Hablaba con el alma en la mano -me dijo el doctorDionisio Iguarán, que estaba jugando con ellos-. Yo estaba seguro que prefería morirseantes que vender una casa donde había sido feliz durante más de treinta años.»También Bayardo San Román comprendió sus razones.-De acuerdo -dijo-. Entonces véndame la casa vacía.Pero el viudo se defendió hasta el final de la partida. Al cabo de tres noches, ya mejorpreparado, Bayardo San Román ,Volvió a la mesa de dominó.-Viudo -empezó de nuevo-: ¿Cuánto cuesta la casa?-No tiene precio.-Diga uno cualquiera.-Lo siento, Bayardo -dijo el viudo-, pero ustedes los jóvenes no entienden los motivosdel corazón.Bayardo San Román no hizo una pausa para pensar.-Digamos cinco mil pesos -dijo.Juega limpio -le replicó el viudo con la dignidad alerta-. Esa casa no vale tanto.-Diez mil -dijo Bayardo San Román-. Ahora mismo, y con un billete encima del otro.El viudo lo miró con los ojos llenos de lágrimas. «Lloraba de rabia -me dijo el doctorDionisio Iguarán, que además de médico era hombre de letras-. Imagínate: semejantecantidad al alcance de la mano, y tener que decir que no por una simple flaqueza delespíritu.» Al viudo de Xius no le salió la voz, pero negó sin vacilación con la cabeza.-Entonces hágame un último favor -dijo Bayardo San Román-. Espéreme aquí cincominutos.Cinco minutos después, en efecto, volvió al Club Social con las alforjas enchapadas deplata, y puso sobre la mesa diez gavillas de billetes de a mil todavía con las bandasimpresas del Banco del Estado. El viudo de Xius murió dos años después. «Se murió deeso -decía el doctor Dionisio Iguarán-. Estaba más sano que nosotros, pero cuando unolo auscultaba se le sentían borboritar las lágrimas dentro del corazón.» Pues no sólohabía vendido la casa con todo lo que tenía dentro, sino que le pidió a Bayardo SanRomán que le fuera pagando poco a poco porque no le quedaba ni un baúl deconsolación para guardar tanto dinero.Nadie hubiera pensado, ni lo dijo nadie, que Ángela Vicario no fuera virgen. No se lehabía conocido ningún novio anterior y había crecido junto con sus hermanas bajo elrigor de una madre de hierro. Aun cuando le faltaban menos de dos meses para casarse,Pura Vicario no permitió que fuera sola con Bayardo San Román a conocer la casa enque iban a vivir, sino que ella y el padre ciego la acompañaron para custodiarle la honra.« Lo único que le rogaba a Dios es que me diera valor para matarme -me dijo ÁngelaVicario-. Pero no me lo dio.» Tan aturdida estaba que había resuelto contarle la verdad asu madre para librarse de aquel martirio, cuando sus dos únicas confidentes, que laayudaban a hacer flores de trapo junto a la ventana, la disuadieron de su buenaintención. «Les obedecí a ciegas -me dijo- porque me habían hecho creer que eranexpertas en chanchullos de hombres.» Le aseguraron que casi todas las mujeres perdíanla virginidad en accidentes de la infancia. Le insistieron en que aun los maridos másdifíciles se resignaban a cualquier cosa siempre que nadie lo supiera. La convencieron,en fin, de que la mayoría de los hombres llegaban tan asustados a la noche de bodas,que eran incapaces de hacer nada sin la ayuda de la mujer, y a la hora de la verdad nopodían responder de sus propios actos. «Lo único que creen es lo que vean en lasábana», le dijeron. De modo que le enseñaron artimañas de comadronas para fingir susprendas perdidas, y para que pudiera exhibir en su primera mañana de recién casada,abierta al sol en el patio de su casa, la sábana de hilo con la mancha del honor.Se casó con esa ilusión. Bayardo San Román, por su parte, debió casarse con lailusión de comprar la felicidad con el peso descomunal de su poder y su fortuna, puescuanto más aumentaban los planes de la fiesta, más ideas de delirio se le ocurrían parahacerla más grande. Trató de retrasar la boda por un día cuando se anunció la visita delobispo, para que éste los casara, pero Ángela Vicario se opuso. «La verdad -me dijo- esque yo no quería ser bendecida por un hombre que sólo cortaba las crestas para la sopay botaba en la basura el resto del gallo.» Sin embargo, aun sin la bendición del obispo,la fiesta adquirió una fuerza propia tan difícil de amaestrar, que al mismo Bayardo SanRomán se le salió de las manos y terminó por ser un acontecimiento público.El general Petronio San Román y su familia vinieron esta vez en el buque deceremonias del Congreso Nacional, que permaneció atracado en el muelle hasta eltérmino de la fiesta, y con ellos vinieron muchas gentes ilustres que sin embargopasaron inadvertidas en el tumulto de caras nuevas. Trajeron tantos regalos, que fuepreciso restaurar el local olvidado de la primera planta eléctrica para exhibir los másadmirables, y el resto los llevaron de una vez a la antigua casa del viudo de Mus que yaestaba dispuesta para recibir a los recién casados. Al novio le regalaron un automóvilconvertible con su nombre grabado en letras góticas bajo el escudo de la fábrica. A lanovia le regalaron un estuche de cubiertos de oro puro para veinticuatro invitados.Trajeron además un espectáculo de bailarines, y dos orquestas de valses quedesentonaron con las bandas locales, y con las muchas papayeras y grupos deacordeones que venían alborotados por la bulla de la parranda.La familia Vicario vivía en una casa modesta, con paredes de ladrillos y un, techo depalma rematado por dos buhardas donde se metían a empollar las golondrinas en enero.Tenía en el frente una terraza ocupada casi por completo con macetas de flores, y unpatio grande con gallinas sueltas y árboles frutales. En el fondo del patio, los gemelostenían un criadero de cerdos, con su piedra de sacrificios y su mesa de destazar, que fueuna buena fuente de recursos domésticos desde que a Poncio Vicario se le acabó lavista. El negocio lo había empezado Pedro Vicario, pero cuando éste se fue al serviciomilitar, su hermano gemelo aprendió también el oficio de matarife.El interior de la casa alcanzaba apenas para vivir. Por eso las hermanas mayorestrataron de pedir una casa prestada cuando se dieron cuenta del tamaño de la fiesta.«Imagínate -me dijo Ángela Vicario-: habían pensado en la casa de Plácida Linero, peropor fortuna mis padres se emperraron con el tema de siempre de que nuestras hijas secasan en nuestro chiquero, o no se casan.» Así que pintaron la casa de su color amarillooriginal, enderezaron las puertas y compusieron los pisos, y la dejaron tan digna comofue posible para una boda de tanto estruendo. Los gemelos se llevaron los cerdos paraotra parte y sanearon la porqueriza con cal viva, pero aun así se vio que iba a faltarespacio. Al final, por diligencias de Bayardo San. Román, tumbaron las cercas del patio,pidieron prestadas para bailar las casas contiguas, y pusieron mesones de carpinterospara sentarse a comer bajo la fronda de los tamarindos.El único sobresalto imprevisto lo causó el novio en la mañana de la boda, pues llegó abuscar a Ángela Vicario con dos horas de retraso, y ella se había negado a vestirse denovia mientras no lo viera en la casa. «Imagínate -me dijo-: hasta me hubiera alegradode que no llegara, pero nunca que me dejara vestida.» Su cautela pareció natural,porque no había un percance público más vergonzoso para una mujer que quedarseplantada con el vestido de novia. En cambio, el hecho de que Ángela Vicario se atrevieraa ponerse el velo y los azahares sin ser virgen, había de ser interpretado después comouna profanación de los símbolos de la pureza. Mi madre fue la única que apreció comoun acto de valor el que hubiera jugado sus cartas marcadas hasta las últimasconsecuencias. «En aquel tiempo -me explicó-, Dios entendía esas cosas.» Por elcontrario, nadie ha sabido todavía con qué cartas jugó Bayardo San Román. Desde queapareció por fin de levita y chistera, hasta que se fugó del baile con la criatura de sustormentos, fue la imagen perfecta del novio feliz.Tampoco se supo nunca con qué cartas jugó Santiago Nasar. Yo estuve con él todo eltiempo, en la iglesia y en la fiesta, junto con Cristo Bedoya y mi hermano Luis Enrique, yninguno de nosotros vislumbró el menor cambio en su modo de ser. He tenido querepetir esto muchas veces, pues los cuatro habíamos crecido juntos en la escuela yluego en la misma pandilla de vacaciones, y nadie podía creer que tuviéramos un secretosin compartir, y menos un secreto tan grande.Santiago Nasar era un hombre de fiestas, y su gozo mayor lo tuvo la víspera de sumuerte, calculando los costos de la boda. En la iglesia estimó que habían puesto adornosflorales por un valor igual al de catorce entierros de primera clase. Esa precisión habíade perseguirme durante muchos años, pues Santiago Nasar me había dicho a menudoque el olor de las flores encerradas tenía para él una relación inmediata con la muerte, yaquel día me lo repitió al entrar en el templo. «No quiero flores en mi entierro», me dijo,sin pensar que yo había de ocuparme al día siguiente de que no las hubiera. En eltrayecto de la iglesia a la casa de los Vicario sacó la cuenta de las guirnaldas de colorescon que adornaron las calles, calculó el precio de la música y los cohetes, y hasta de lagranizada de arroz crudo con que nos recibieron en la fiesta. En el sopor del medio díalos recién casados hicieron la ronda del patio. Bayardo San Román se había hecho muyamigo nuestro, amigo de tragos, como se decía entonces, y parecía muy a gusto ennuestra mesa. Ángela Vicario, sin el velo y la corona y con el vestido de raso ensopadode sudor, había asumido de pronto su cara de mujer casada. Santiago Nasar calculaba, yse lo dijo a Bayardo San Román, que la boda iba costando hasta ese momento unosnueve mil pesos. Fue evidente que ella lo entendió como una impertinencia. « Mi madreme había enseñado que nunca se debe hablar de plata delante de la otra gente», medijo. Bayardo San Román, en cambio, lo recibió de muy buen talante y hasta con unacierta jactancia.-Casi -dijo-, pero apenas estamos empezando. Al final será más o menos el doble.Santiago Nasar se propuso comprobarlo hasta el último céntimo, y la vida le alcanzójusto. En efecto, con los datos finales que Cristo Bedoya le dio al día siguiente en elpuerto, 45 minutos antes de morir, comprobó que el pronóstico de Bayardo San Románhabía sido exacto.Yo conservaba un recuerdo muy confuso de la fiesta antes de que hubiera decididorescatarla a pedazos de la memoria ajena. Durante años se siguió hablando en mi casade que mi padre había vuelto a tocar el violín de su juventud en honor de los reciéncasados, que mi hermana la monja bailó un merengue con su hábito de tornera, y que eldoctor Dionisio Iguarán, que era primo hermano de mi madre, consiguió que se lollevaran en el buque oficial para no estar aquí al día siguiente cuando viniera el obispo.En el curso de las indagaciones para esta crónica recobré numerosas vivenciasmarginales, y entre ellas el recuerdo de gracia de las hermanas de Bayardo San Román,cuyos vestidos de terciopelo con grandes alas de mariposas, prendidas con pinzas de oroen la espalda, llamaron más la atención que el penacho de plumas y la coraza demedallas de guerra de su padre. Muchos sabían que en la inconsciencia de la parranda lepropuse a Mercedes Barcha que se casara conmigo, cuando apenas había terminado laescuela primaria, tal como ella misma me lo recordó cuando nos casamos catorce añosdespués. La imagen más intensa que siempre conservé de aquel domingo indeseable fuela del viejo Poncio Vicario sentado solo en un taburete en el centro del patio. Lo habíanpuesto ahí pensando quizás que era el sitio de honor, y los invitados tropezaban con él,lo confundían con otro, lo cambiaban de lugar para que no estorbara, y él movía lacabeza nevada hacia todos lados con una expresión errática de ciego demasiadoreciente, contestando preguntas que no eran para él y respondiendo saludos fugaces quenadie le hacía, feliz en su cerco de olvido, con la camisa acartonada de engrudo y elbastón de guayacán que le habían comprado para la fiesta.El acto formal terminó a las seis de la tarde cuando se despidieron los invitados dehonor. El buque se fue con las luces encendidas y dejando un reguero de valses depianola, y por un instante quedamos a la deriva sobre un abismo de incertidumbre,hasta que volvimos a reconocernos unos a otros y nos hundimos en el manglar de laparranda. Los recién casados aparecieron poco después en el automóvil descubierto,abriéndose paso a duras penas en el tumulto. Bayardo San Román reventó cohetes,tomó aguardiente de las botellas que le tendía la muchedumbre, y se bajó del coche conÁngela Vicario para meterse en la rueda de la cumbiamba. Por último ordenó quesiguiéramos bailando por cuenta suya hasta donde nos alcanzara la vida, y se llevó a laesposa aterrorizada para la casa de sus sueños donde el viudo de Xius había sido feliz.La parranda pública se dispersó en fragmentos hacia la media noche, y sólo quedóabierto el negocio de Clotilde Armenta a un costado de la plaza. Santiago Nasar y yo,con mi hermano Luis Enrique y Cristo Bedoya, nos fuimos para la casa de misericordiasde María Alejandrina Cervantes. Por allí pasaron entre muchos otros los hermanosVicario, y estuvieron bebiendo con nosotros y cantando con Santiago Nasar cinco horasantes de matarlo. Debían quedar aún algunos rescoldos desperdigados de la fiestaoriginal, pues de todos lados nos llegaban ráfagas de música. y pleitos remotos, y nossiguieron llegando, cada vez más tristes, hasta muy poco antes de que bramara el buquedel obispo.Pura Vicario le contó a mi madre que se había acostado a las once de la nochedespués de que las hijas mayores la ayudaron a poner un poco de orden en los estragosde la boda. Como a las diez, cuando todavía quedaban algunos borrachos cantando en elpatio, Ángela Vicario había mandado a pedir una maletita de cosas personales queestaba en el ropero de su dormitorio, y ella quiso mandarle también una maleta con ropade diario, pero el recadero estaba de prisa. Se había dormido a fondo cuando tocaron ala puerta. «Fueron tres toques muy despacio -le contó a mi madre-, pero tenían esa cosarara de las malas noticias.» Le contó que había abierto la puerta sin encender la luz parano despertar a nadie, y vio a Bayardo San Román en el resplandor del farol público, conla camisa de seda sin abotonar y los pantalones de fantasía sostenidos con tiranteselásticos. «Tenía ese color verde de los sueños», le dijo Pura Vicario a mi madre. ÁngelaVicario estaba en la sombra, de modo que sólo la vio cuando Bayardo San Román laagarró por el brazo y la puso en la luz. Llevaba el traje de raso en piltrafas y estabaenvuelta con una toalla hasta la cintura. Pura Vicario creyó que se habían desbarrancadocon el automóvil y estaban muertos en el fondo del precipicio.Ave María Purísima -dijo aterrada-. Contesten si todavía son de este mundo.Bayardo San Román no entró, sino que empujó con suavidad a su esposa hacia elinterior de la casa, sin decir una palabra. Después besó a Pura Vicario en la mejilla y lehabló con una voz de muy hondo desaliento pero con mucha ternura.-Gracias por todo, madre -le dijo-. Usted es una santa.Sólo Pura Vicario supo lo que hizo en las dos horas siguientes, y se fue a la muertecon su secreto. «Lo único que recuerdo es que me sostenía por el pelo con una mano yme golpeaba con la otra con tanta rabia que pensé que me iba a matar», me contóÁngela Vicario. Pero hasta eso lo hizo con tanto sigilo, que su marido y sus hijasmayores, dormidos en los otros cuartos, no se enteraron de nada hasta el amanecercuando ya estaba consumado el desastre.Los gemelos volvieron a la casa un poco antes de las tres, llamados de urgencia porsu madre. Encontraron á Ángela Vicario tumbada bocabajo en un sofá del comedor y conla cara macerada a golpes, pero había terminado de llorar. «Ya no estaba asustada -medijo-. Al contrario: sentía como si por fin me hubiera quitado de encima la conduerma dela muerte, y lo único que quería era que todo terminara rápido para tirarme a dormir.»Pedro Vicario, el más resuelto de los hermanos, la levantó en vilo por la cintura y lasentó en la mesa del comedor.-Anda, niña -le dijo temblando de rabia-: dinos quién fue.Ella se demoró apenas el tiempo necesario para decir el nombre. Lo buscó en lastinieblas, lo encontró a primera vista entre los tantos y tantos nombres confundibles deeste mundo y del otro, y lo dejó clavado en la pared con su dardo certero, como a unamariposa sin albedrío cuya sentencia estaba escrita desde siempre.-Santiago Nasar -dijo.


El abogado sustentó la tesis del homicidio en legítima defensa del honor, que fueadmitida por el tribunal de conciencia, y los gemelos declararon al final del juicio quehubieran vuelto a hacerlo mil veces por los mismos motivos. Fueron ellos quienesvislumbraron el recurso de la defensa desde que se rindieron ante su iglesia pocosminutos después del crimen. Irrumpieron jadeando en la Casa Cural, perseguidos decerca por un grupo de árabes enardecidos, y pusieron los cuchillos con el acero limpio enla mesa del padre Amador. Ambos estaban exhaustos por el trabajo bárbaro de lamuerte, y tenían la ropa y los brazos empapados y la cara embadurnada de sudor y desangre todavía viva, pero él párroco recordaba la rendición como un acto de una grandignidad.-Lo matamos a conciencia -dijo Pedro Vicario-, pero somos inocentes.-Tal vez ante Dios -dijo el padre Amador.-Ante Dios y ante los hombres -dijo Pablo Vicario-. Fue un asunto de honor.Más aún: en la reconstrucción de los hechos fingieron un encarnizamiento mucho másinclemente que el de la realidad, hasta el extremo de que fue necesario reparar confondos públicos la puerta principal de la casa de Plácida Linero, que quedó desportilladaa punta de cuchillo. En el panóptico de Riohacha, donde estuvieron tres años en esperadel juicio porque no tenían con que pagar la fianza para la libertad condicional, losreclusos más antiguos los recordaban por su buen carácter y su espíritu social, peronunca advirtieron en ellos ningún indicio de arrepentimiento. Sin embargo, la realidadparecía ser que los hermanos Vicario no hicieron nada de lo que convenía para matar aSantiago Nasar de inmediato y sin espectáculo público, sino que hicieron mucho más delo que era imaginable para que alguien les impidiera matarlo, y no lo consiguieron.Según me dijeron años después, habían empezado por buscarlo en la casa de MaríaAlejandrina Cervantes, donde estuvieron con él hasta las dos. Este dato, como muchosotros, no fue registrado en el sumario. En realidad, Santiago Nasar ya no estaba ahí a lahora en que los gemelos dicen que fueron a buscarlo, pues habíamos salido a hacer unaronda de serenatas, pero en todo caso no era cierto que hubieran ido. «Jamás habríanvuelto a salir de aquí», me dijo María Alejandrina Cervantes, y conociéndola tan bien,nunca lo puse en duda. En cambio, lo fueron a esperar en la casa de Clotilde Armenta,por donde sabían que iba a pasar medio mundo menos Santiago Nasar. «Era el únicolugar abierto», declararon al instructor. «Tarde o temprano tenía que salir por ahí», medijeron a mí, después de que fueron absueltos. Sin embargo, cualquiera sabía que lapuerta principal de la casa de Plácida Linero permanecía trancada por dentro, inclusivedurante el día, y que Santiago Nasar llevaba siempre consigo las llaves de la entradaposterior. Por allí entró de regreso a su casa, en efecto, cuando hacía más de una horaque los gemelos Vicario lo esperaban por el otro lado, y si después salió por la puerta dela plaza cuando iba a recibir al obispo fue por una. razón tan imprevista que el mismoinstructor del sumario no acabó de entenderla.Nunca hubo una muerte más anunciada. Después de que la hermana les reveló elnombre, los gemelos Vicario pasaron por el depósito de la pocilga, donde guardaban losútiles de sacrificio, y escogieron los dos cuchillos mejores: uno de descuartizar, de diezpulgadas de largo por dos y media de ancho, y otro de limpiar, de siete pulgadas delargo por una y media de ancho. Los envolvieron en un trapo, y se fueron a afilarlos enel mercado de carnes, donde apenas empezaban a abrir algunos expendios. Losprimeros clientes eran escasos, pero veintidós personas declararon haber oído cuantodijeron, y todas coincidían en la impresión de que lo habían dicho con el único propósitode que los oyeran. Faustino Santos, un carnicero amigo, los vio entrar a las 3.20 cuandoacababa de abrir su mesa de vísceras, y no entendió por qué llegaban el lunes y tantemprano, y todavía con los vestidos de paño oscuro de la boda. Estaba acostumbrado averlos los viernes, pero un poco más tarde, y con los delantales de cuero que se poníanpara la matanza. «Pensé que estaban tan borrachos -me dijo Faustino Santos-, que nosólo se habían equivocado de hora sino también de fecha.» Les recordó que era lunes.-Quién no lo sabe, pendejo -le contestó de buen modo Pablo Vicario-. Sólo venimos aafilar los cuchillos.Los afilaron en la piedra giratoria, y como lo hacían siempre: Pedro sosteniendo losdos cuchillos y alternándolos en la piedra, y Pablo dándole vuelta a la manivela. Almismo tiempo hablaban del esplendor de la boda con los otros carniceros. Algunos sequejaron de no haber recibido su ración de pastel, a pesar de ser compañeros de oficio,y ellos les prometieron que las harían mandar más tarde. Al final, hicieron cantar loscuchillos en la piedra, y Pablo puso el suyo junto a la lámpara para que destellara elacero:-Vamos a matar a Santiago Nasar -dijo.Tenían tan bien fundada su reputación de gente buena, que nadie les hizo caso.«Pensamos que eran vainas de borrachos», declararon varios carniceros, lo mismo queVictoria Guzmán y tantos otros que los vieron después. Yo había de preguntarles algunavez a los carniceros si el oficio de matarife no revelaba un alma predispuesta para matarun ser humano. Protestaron: «Cuando uno sacrifica una res no se atreve a mirarle losojos». Uno de ellos me dijo que no podía comer la carne del animal que degollaba. Otrome dijo que no sería capaz de sacrificar una vaca que hubiera conocido antes, y menossi había tomado su leche. Les recordé que los hermanos Vicario sacrificaban los mismoscerdos que criaban, y les eran tan familiares que los distinguían por sus nombres. «Escierto -me replicó uno-, pero fíjese que no les ponían nombres de gente sino de flores.»Faustino Santos fue el único que percibió una lumbre de verdad en la amenaza de PabloVicario, y le preguntó en broma por qué tenían que matar a Santiago Nasar habiendotantos ricos que merecían morir primero.-Santiago Nasar sabe por qué -le contestó Pedro Vicario.Faustino Santos me contó que se había quedado con la duda, y se la comunicó a unagente de la policía que pasó poco más tarde a comprar una libra de hígado para eldesayuno del alcalde. El agente, de acuerdo con el sumario, se llamaba Leandro Pornoy,y murió el año siguiente por una cornada de toro en la yugular durante las fiestaspatronales. De modo que nunca pude hablar con él, pero Clotilde Armenta me confirmóque fue la primera persona que estuvo en su tienda cuando ya los gemelos Vicario sehabían sentado a esperar.Clotilde Armenta acababa de reemplazar a su marido en el mostrador. Era el sistemahabitual. La tienda vendía leche al amanecer y víveres durante el día, y se transformabaen cantina desde las seis de la tarde. Clotilde Armenta la abría a las 3.30 de lamadrugada. Su marido, el buen don Rogelio de la Flor, se hacía cargo de la cantinahasta la hora de cerrar. Pero aquella noche hubo tantos clientes descarriados de la boda,que se acostó pasadas las tres sin haber cerrado, y ya Clotilde Armenta estabalevantada más temprano que de costumbre, porque quería terminar antes de que llegarael obispo.Los hermanos Vicario entraron a las 4.10. A esa hora sólo se vendían cosas de comer,pero Clotilde Armenta les vendió una botella de aguardiente de caña, no sólo por elaprecio que les tenía, sino también porque estaba muy agradecida por la porción depastel de boda que le habían mandado. Se bebieron la botella entera con dos largastragantadas, pero siguieron impávidos. «Estaban pasmados -me dijo Clotilde Armenta-,y ya no podían levantar presión ni con petróleo de lámpara.» Luego se quitaron laschaquetas de paño, las colgaron con mucho cuidado en el espaldar de las sillas, ypidieron otra botella. Tenían la camisa sucia de sudor seco y una barba del día anteriorque les daba un aspecto montuno. La segunda botella se la tomaron más despacio,sentados, mirando con insistencia hacia la casa de Plácida Linero, en la acera deenfrente, cuyas ventanas estaban apagadas. La más grande del balcón era la deldormitorio de Santiago Nasar. Pedro Vicario le preguntó a Clotilde Armenta si había vistoluz en esa ventana, y ella le contestó que no, pero le pareció un interés extraño.-¿Le pasó algo? -preguntó.-Nada -le contestó Pedro Vicario-. No más que lo andamos buscando para matarlo.Fue una respuesta tan espontánea que ella no pudo creer que fuera cierta. Pero se fijóen que los gemelos llevaban dos cuchillos de matarife envueltos en trapos de cocina.-¿Y se puede saber por qué quieren matarlo tan temprano? -preguntó.-Él sabe por qué -contestó Pedro Vicario.Clotilde Armenta los examinó en serio. Los conocía tan bien que podía distinguirlos,sobre todo después de que Pedro Vicario regresó del cuartel. «Parecían dos niños», medijo. Y esa reflexión la asustó, pues siempre había pensado que sólo los niños soncapaces de todo. Así que acabó de preparar los trastos de la leche, y se fue a despertara su marido para contarle lo que estaba pasando en la tienda. Don Rogelio de la Flor laescuchó medio dormido.-No seas pendeja -le dijo-, ésos no matan a nadie, y menos a un rico.Cuando Clotilde Armenta volvió a la tienda los gemelos estaban conversando con elagente Leandro Pornoy, que iba por la leche del alcalde. No oyó lo que hablaron, perosupuso que algo le habían dicho de sus propósitos, por la forma en que observó loscuchillos al salir.El coronel Lázaro Aponte se había levantado un poco antes de las cuatro. Acababa deafeitarse cuando el agente Leandro Pornoy le reveló las intenciones de los hermanosVicario. Había resuelto tantos pleitos de amigos la noche anterior, que no se dio ningunaprisa por uno más. Se vistió con calma, se hizo varias veces hasta que le quedó perfectoel corbatín de mariposa, y se colgó en el cuello el escapulario de la Congregación deMaría para recibir al obispo. Mientras desayunaba con un guiso de hígado cubierto deanillos de cebolla, su esposa le'contó muy excitada que Bayardo San Román habíadevuelto a Ángela Vicario, pero él no lo tomó con igual dramatismo.-¡Dios mío! -se burló-, ¿qué va a pensar el obispo?Sin embargo, antes de terminar el desayuno recordó lo que acababa de decirle elordenanza, juntó las dos noticias y descubrió de inmediato que casaban exactas comodos piezas de un acertijo. Entonces fue a la plaza por la calle del puerto nuevo, cuyascasas empezaban a revivir por la llegada del obispo. «Recuerdo con seguridad que erancasi las cinco y empezaba a llover», me dijo el coronel Lázaro Aponte. En el trayecto,tres personas lo detuvieron para contarle en secreto que los hermanos Vicario estabanesperando a Santiago Nasar para matarlo, pero sólo uno supo decirle dónde.Los encontró en la tienda de Clotilde Armenta. «Cuando los vi pensé que eran purasbravuconadas -me dijo con su lógica personal-, porque no estaban tan borrachos comoyo creía.» Ni siquiera los interrogó sobre sus intenciones, sino que les quitó los cuchillosy los mandó a dormir. Los trataba con la misma complacencia de sí mismo con quehabía sorteado la alarma de la esposa.-¡Imagínense -les dijo-: qué va a decir el obispo si los encuentra en ese estado!Ellos se fueron. Clotilde Armenta sufrió una desilusión más con la ligereza del alcalde,pues pensaba que debía arrestar a losgemelos hasta esclarecer la verdad. El coronel Aponte le mostró los cuchillos como unargumento final.-Ya no tienen con qué matar a nadie -dijo.-No es por eso -dijo Clotilde Armenta-. Es para librar a esos pobres muchachos delhorrible compromiso que les ha caído encima.Pues ella lo había intuido. Tenía la certidumbre de que los hermanos Vicario noestaban tan ansiosos por cumplir la sentencia como por encontrar a alguien que leshiciera el favor de impedírselo. Pero el coronel Aponte estaba en paz con su alma.-No se detiene a nadie por sospechas -dijo-. Ahora es cuestión de prevenir a SantiagoNasar, y feliz año nuevo.Clotilde Armenta recordaría siempre que el talante rechoncho del coronel Aponte lecausaba una cierta desdicha, y en cambio yo lo evocaba como un hombre feliz; aunqueun poco trastornado por la práctica solitaria del espiritismo aprendido por correo. Sucomportamiento de aquel lunes fue la prueba terminante de su frivolidad. La verdad esque no volvió a acordarse de Santiago Nasar hasta que lo vio en el puerto, y entonces sefelicitó por haber tomado la decisión justa.Los hermanos Vicario les habían contado sus propósitos a más de doce personas quefueron a comprar leche, y éstas los habían divulgado por todas partes antes de las seis.A Clotilde Arrnenta le parecía imposible que no se supiera en la casa de enfrente.Pensaba que Santiago Nasar no estaba allí, pues no había visto encenderse la luz deldormitorio, y a todo el que pudo le pidió prevenirlo donde lo vieran. Se lo mandó a decir,inclusive, al padre Amador, con la novicia de servicio que fue a comprar la leche para lasmonjas. Después de las cuatro, cuando vio luces en la cocina de la casa de PlácidaLinero, le mandó el último recado urgente a Victoria Guzmán con la pordiosera que ibatodos los días a pedir un poco de leche por caridad. Cuando bramó el buque del obispocasi todo el mundo estaba despierto para recibirlo, y éramos muy pocos quienes nosabíamos que los gemelos Vicario estaban esperando a Santiago Nasar para matarlo, yse conocía además el motivo con sus pormenores completos.Clotilde Armenta no había acabado de vender la leche cuando volvieron los hermanosVicario con otros dos cuchillos envueltos en periódicos. Uno era de descuartizar, con unahoja oxidada y dura de doce pulgadas de largo por tres de ancho, que había sidofabricado por Pedro Vicario con el metal de una segueta, en una época en que no veníancuchillos alemanes por causa de la guerra. El otro era más corto, pero ancho y curvo. Eljuez instructor lo dibujó en el sumario, tal vez porque no lo pudo describir, y se arriesgóapenas a indicar que parecía un alfanje en miniatura. Fue con estos cuchillos que secometió el crimen, y ambos eran rudimentarios y muy usados.Faustino Santos no pudo entender lo que había pasado. «Vinieron a afilar otra vez loscuchillos -me dijo- y volvieron a gritar para que los oyeran que iban a sacarle las tripas aSantiago Nasar, así que yo creí que estaban mamando gallo, sobre todo porque no mefijé en los cuchillos, y pensé que eran los mismos.» Esta vez, sin embargo, ClotildeArmenta notó desde que los vio entrar que no llevaban la misma determinación deantes.En realidad, habían tenido la primera discrepancia. No sólo eran mucho más distintospor dentro de lo que parecían por fuera, sino que en emergencias difíciles teníancaracteres contrarios. Sus amigos lo habíamos advertido desde la escuela primaria.Pablo Vicario era seis minutos mayor que el hermano, y fue más imaginativo y resueltohasta la adolescencia. Pedro Vicario me pareció siempre más sentimental, y por lomismo más autoritario. Se presentaron juntos para el servicio militar a los 20 años, yPablo Vicario fue eximido para que se quedara al frente de la familia. Pedro Vicariocumplió el servicio durante once meses en patrullas de orden público. El régimen detropa, agravado por el miedo de la muerte, le maduró la vocación de mandar y lacostumbre de decidir por su hermano. Regresó con una blenorragia de sargento queresistió a los métodos más brutales de la medicina militar, y a las inyecciones dearsénico y las purgaciones de permanganato del doctor Dionisio Iguarán. Sólo en lacárcel lograron sanarlo. Sus amigos estábamos de acuerdo en que Pablo Vicariodesarrolló de pronto una dependencia rara de hermano menor cuando Pedro Vicarioregresó con un alma cuartelaria y con la novedad de levantarse la camisa para mostrarlea quien quisiera verla una cicatriz de bala de sedal en el costado izquierdo. Llegó asentir, inclusive, una especie de fervor ante la blenorragia de hombre grande que suhermano exhibía como una condecoración de guerra.Pedro Vicario, según declaración propia, fue el que tomó la decisión de matar aSantiago Nasar, y al principio su hermano no hizo más que seguirlo. Pero también fue élquien pareció dar por cumplido el compromiso cuando los desarmó el alcalde, y entoncesfue Pablo Vicario quien asumió el mando. Ninguno de los dos mencionó este desacuerdoen sus declaraciones separadas ante el instructor. Pero Pablo Vicario me confirmó variasveces que no le fue fácil convencer al hermano de la resolución final. Tal vez no fuera enrealidad sino una ráfaga de pánico, pero el hecho es que Pablo Vicario entró solo en lapocilga a buscar los otros dos cuchillos, mientras el hermano agonizaba gota a gotatratando de orinar bajo los tamarindos. «Mi hermano no supo nunca lo que es eso -medijo Pedro Vicario en nuestra única entrevista-. Era como orinar vidrio molido.» PabloVicario lo encontró todavía abrazado del árbol cuando volvió con los cuchillos. «Estabasudando frío del dolor -me dijo- y trató de decir que me fuera yo solo porque él noestaba en condiciones de matar a nadie.» Se sentó en uno de los mesones de carpinteroque habían puesto bajo los árboles para el almuerzo de la boda, y se bajó los pantaloneshasta las rodillas. «Estuvo como media hora cambiándose la gasa con que llevabaenvuelta la pinga», me dijo Pablo Vicario. En realidad no se demoró más de diezminutos, pero fue algo tan difícil, y tan enigmático para Pablo Vicario, que lo interpretócomo una nueva artimaña del hermano para perder el tiempo hasta el amanecer. Demodo que le puso el cuchillo en la mano y se lo llevó casi por la fuerza a buscar la honraperdida de la hermana.-Esto no tiene remedio -le dijo-: es como si ya nos hubiera sucedido.Salieron por el portón de la porqueriza con los cuchillos sin envolver, perseguidos porel alboroto de los perros en los patios. Empezaba a aclarar. «No estaba lloviendo»,recordaba Pablo Vicario. «Al contrario -recordaba Pedro-: había viento de mar y todavíalas estrellas se podían contar con el dedo.» La noticia estaba entonces tan bienrepartida, que Hortensia Baute abrió la puerta justo cuando ellos pasaban frente a sucasa, y fue la, primera que lloró por Santiago Nasar. «Pensé que ya lo habían matado-me dijo-, porque vi los cuchillos con la luz del poste y me pareció que iban chorreandosangre.» Una de las pocas casas que estaban abiertas en esa calle extraviada era la dePrudencia Cotes, la novia de Pablo Vicario. Siempre que los gemelos pasaban por ahí aesa hora, y en especial los viernes cuando iban para el mercado, entraban a tomar elprimer café. Empujaron la puerta del patio, acosados por los perros que los reconocieronen la penumbra del alba, y saludaron a la madre de Prudencia Cotes en la cocina. Aúnno estaba el café.-Lo dejamos para después -dijo Pablo Vicario-, ahora vamos de prisa.-Me lo imagino, hijos -dijo ella-: el honor no espera.Pero de todos modos esperaron, y entonces fue Pedro Vicario quien pensó que elhermano estaba perdiendo el tiempo a propósito. Mientras tomaban el café, PrudenciaCotes salió a la cocina en plena adolescencia con un rollo de periódicos viejos paraanimar la lumbre de la hornilla. «Yo sabía en qué andaban -me dijo- y no sólo estaba deacuerdo, sino que nunca me hubiera casado con él si no cumplía como hombre.» Antesde abandonar la cocina, Pablo Vicario le quitó dos secciones de periódicos y le dio una alhermano para envolver los cuchillos. Prudencia Cotes se quedó esperando en la cocinahasta que los vio salir por la puerta del patio, y siguió esperando durante tres años sinun instante de desaliento, hasta que Pablo Vicario salió de la cárcel y fue su esposo detoda la vida.-Cuídense mucho -les dijo.De modo que a Clotilde Armenta no le faltaba razón cuando le pareció que losgemelos no estaban tan resueltos como antes, y les sirvió una botella de gordolobo devaporino con la esperanza de rematarlos. «¡Ese día me di cuenta -me dijo- de lo solasque estamos las mujeres en el mundo!» Pedro Vicario le pidió prestado los utensilios deafeitar de su marido, y ella le llevó la brocha, el jabón, el espejo de colgar y la máquinacon la cuchilla nueva, pero él se afeitó con el cuchillo de destazar. Clotilde Armentapensaba que eso fue el colmo del machismo. «Parecía un matón de cine», me dijo. Sinembargo, él me explicó después, y era cierto, que en el cuartel había aprendido aafeitarse con navaja barbera, y nunca más lo pudo hacer de otro modo. Su hermano,por su parte, se afeitó del modo más humilde con la máquina prestada de don Rogeliode la Flor. Por último se bebieron la botella en silencio, muy despacio, contemplando conel aire lelo de los amanecidos la ventana apagada en la casa de enfrente, mientraspasaban clientes fingidos comprando leche sin necesidad y preguntando por cosas decomer que no existían, con la intención de ver si era cierto que estaban esperando aSantiago Nasar para matarlo.Los hermanos Vicario no verían encenderse esa ventana. Santiago Nasar entró en sucasa a las 4.20, pero no tuvo que encender ninguna luz para llegar al dormitorio porqueel foco de la escalera permanecía encendido durante la noche. Se tiró sobre la cama enla oscuridad y con la ropa puesta, pues sólo le quedaba una hora para dormir, y así loencontró Victoria Guzmán cuando subió a despertarlo para que recibiera al obispo.Habíamos estado juntos en la casa de María Alejandrina Cervantes hasta pasadas lastres, cuando ella misma despachó a los músicos y apagó las luces del patio de baile paraque sus mulatas de placer se acostaran solas a descansar. Hacía tres días con susnoches que trabajaban sin reposo, primero atendiendo en secreto a los invitados dehonor, y después destrampadas a puertas abiertas con los que nos quedamosincompletos con la parranda de la boda. María Alejandrina Cervantes, de quien decíamosque sólo había de dormir una vez para morir, fue la mujer más elegante y la más tiernaque conocí jamás, y la más servicial en la cama, pero también la más severa. Habíanacido y crecido aquí, y aquí vivía, en una casa de puertas abiertas con varios cuartos dealquiler y un enorme patio de baile con calabazos de luz comprados en los bazareschinos de Paramaribo. Fue ella quien arrasó con la virginidad de mi generación. Nosenseñó mucho más de lo que debíamos aprender, pero nos enseñó sobre todo queningún lugar de la vida es más triste que una canea vacía. Santiago Nasar perdió elsentido desde que la vio por primera vez. Yo lo previne: Halcón que se atreve con garzaguerrera, peligros espera. Pero él no me oyó, aturdido por los silbos quiméricos deMaría Alejandrina Cervantes. Ella fue su pasión desquiciada, su maestra de lágrimas alos 15 años, hasta que Ibrahim Nasar se lo quitó de la cama a correazos y lo encerrómás de un año en El Divino Rostro. Desde entonces siguieron vinculados por un afectoserio, pero sin el desorden del amor, y ella le tenía tanto respeto que no volvió aacostarse con nadie si él estaba presente. En aquellas últimas vacaciones nosdespachaba temprano con el pretexto inverosímil de que estaba cansada, pero dejaba lapuerta sin tranca y una luz encendida en el corredor para que yo volviera a entrar ensecreto.Santiago Nasar tenía un talento casi mágico para los disfraces, y su diversiónpredilecta era trastocar la identidad de las mulatas. Saqueaba los roperos de unas paradisfrazar a las otras, de modo que todas terminaban por sentirse distintas de sí mismase iguales a las que no eran. En cierta ocasión, una de ellas se vio repetida en otra con talacierto, que sufrió una crisis de llanto. «Sentí que me había salido del espejo», dijo. Peroaquella noche, María Alejandrina Cervantes no permitió que Santiago Nasar secomplaciera por última vez en sus artificios de transformista, y lo hizo con pretextos tanfrívolos que el mal sabor de ese recuerdo le cambió la vida. Así que nos llevamos a losmúsicos a una ronda de serenatas, y seguirnos la fiesta por nuestra cuenta, mientras losgemelos Vicario esperaban a Santiago Nasar para matarlo. Fue a él a quien se le ocurrió,casi a las cuatro, que subiéramos a la colina del viudo de Xius para cantarles a los reciéncasados.No sólo les cantamos por las ventanas, sino que tiramos cohetes y reventamospetardos en los jardines, pero no percibimos ni una señal de vida dentro de la quinta. Nose nos ocurrió que no hubiera nadie, sobre todo porque el automóvil nuevo estaba en lapuerta, todavía con la capota plegada y con las cintas de raso y los macizos de azaharesde parafina que les habían colgado en la fiesta. Mi hermano Luis Enrique, que entoncestocaba la guitarra como un profesional, improvisó en honor de los recién casados unacanción de equívocos matrimoniales. Hasta entonces no había llovido. Al contrario, laluna estaba en el centro del cielo, y el aire era diáfano, y en el fondo del precipicio seveía el reguero de luz de los fuegos fatuos en el cementerio. Del otro lado se divisabanlos sembrados de plátanos azules bajo la luna, las ciénagas tristes y la líneafosforescente del Caribe en el horizonte. Santiago Nasar señaló una lumbre intermitenteen el mar, y nos dijo que era el ánima en pena de un barco negrero que se habíahundido con un cargamento de esclavos del Senegal frente a la boca grande deCartagena de Indias. No era posible pensar que tuviera algún malestar de la conciencia,aunque entonces no sabía que la efímera vida matrimonial de Ángela Vicario habíaterminado dos horas antes. Bayardo San Román la había llevado a pie a casa de suspadres para que el ruido del motor no delatara su desgracia antes de tiempo, y estabaotra vez solo y con las luces apagadas en la quinta feliz del viudo de Xius.Cuando bajamos la colina, mi hermano nos invitó a desayunar con pescado frito en lasfondas del mercado, pero Santiago Nasar se opuso porque quería dormir una hora hastaque llegara el obispo. Se fue con Cristo Bedoya por la orilla del río bordeando los tambosde pobres que empezaban a encenderse en el puerto antiguo, y antes de doblar laesquina nos hizo una señal de adiós con la mano. Fue la última vez que lo vimos.Cristo Bedoya, con quien estaba de acuerdo para encontrarse más tarde en el puerto,lo despidió en la entrada posterior de su casa. Los perros le ladraban por costumbrecuando lo sentían entrar, pero él los apaciguaba en la penumbra con el campanilleo delas llaves. Victoria Guzmán estaba vigilando la cafetera en el fogón cuando él pasó por lacocina hacia el interior de la casa.-Blanco -lo llamó-: ya va a estar el café.Santiago Nasar le dijo que lo tomaría más tarde, y le pidió decirle a Divina Flor que lodespertara a las cinco y media, y que le llevara una muda de ropa limpia igual a la quellevaba puesta. Un instante después de que él subió a acostarse, Victoria Guzmán recibióel recado de Clotilde Armenta con la pordiosera de la leche. A las 5.30 cumplió la ordende despertarlo, pero no mandó a Divina Flor sino que subió ella misma al dormitorio conel vestido de lino, pues no perdía ninguna ocasión de preservar a la hija contra lasgarras del boyardo.María Alejandrina Cervantes había dejado sin tranca la puerta de la casa. Me despedíde mi hermano, atravesé el corredor donde dormían los gatos de las mulatasamontonados entre los tulipanes, y empujé sin tocar la puerta del dormitorio. Las lucesestaban apagadas, pero tan pronto como entré percibí el olor de mujer tibia y vi los ojosde leoparda insomne en la oscuridad, y después no volví a saber de mí mismo hasta queempezaron a sonar las campanas.De paso para nuestra casa, mi hermano entró a comprar cigarrillos en la tienda deClotilde Armenta. Había bebido tanto, que sus recuerdos de aquel encuentro fueronsiempre muy confusos, pero no olvidó nunca el trago mortal que le ofreció Pedro Vicario.«Era candela pura», me dijo. Pablo Vicario, que había empezado a dormirse, despertósobresaltado cuando lo sintió entrar, y le mostró el cuchillo.-Vamos a matar a Santiago Nasar -le dijo.Mi hermano no lo recordaba. «Pero aunque lo recordara no lo hubiera creído -me hadicho muchas veces-. ¡A quién carajo se le podía ocurrir que los gemelos iban a matar anadie, y menos con un cuchillo de puercos!» Luego le preguntaron dónde estabaSantiago Nasar, pues los habían visto juntos a las dos, y mi hermano no recordótampoco su propia respuesta. Pero Clotilde Armenta y los hermanos Vicario sesorprendieron tanto al oírla, que la dejaron establecida en el sumario con declaracionesseparadas. Según ellos, mi hermano dijo: «Santiago Nasar está muerto». Despuésimpartió una bendición episcopal, tropezó en el pretil de la puerta y salió dando tumbos.En medio de la plaza se cruzó con el padre Amador. Iba para el puerto con sus ropas deoficiar, seguido por un acólito que tocaba la campanilla y varios ayudantes con el altarpara la misa campal del obispo. Al verlos pasar, los hermanos Vicario se santiguaron.Clotilde Armenta me contó que habían perdido las últimas esperanzas cuando elpárroco pasó de largo frente a su casa. «Pensé que no había recibido mi recado», dijo.Sin embargo, el padre Amador me confesó muchos años después, retirado del mundo enla tenebrosa Casa de Salud de Calafell, que en efecto había recibido el mensaje deClotilde Armenta, y otros más perentorios, mientras se preparaba para ir al puerto. «Laverdad es que no supe qué hacer -me dijo-. Lo primero que pensé fue que no era unasunto mío sino de la autoridad civil, pero después resolví decirle algo de pasada aPlácida Linero.» Sin embargo, cuando atravesó la plaza lo había olvidado por completo.«Usted tiene que entenderlo -me dijo-: aquel día desgraciado llegaba el obispo.» En elmomento del crimen se sintió tan desesperado, y tan indigno de sí mismo, que no se leocurrió nada más que ordenar que tocaran a fuego.Mi hermano Luis Enrique entró en la casa por la puerta de la cocina, que mi madredejaba sin cerrojo para que mi padre no nos sintiera entrar. Fue al baño antes deacostarse, pero se durmió sentado en el retrete, y cuando mi hermano Jaime se levantópara ir a la escuela, lo encontró tirado boca abajo en las baldosas, y cantando dormido.Mi hermana la monja, que no iría a esperar al obispo porque tenía una cruda de cuarentagrados, no consiguió despertarlo. «Estaban dando las cinco cuando fui al baño», me dijo.Más tarde, cuando mi hermana Margot entró a bañarse para ir al puerto, logró llevarlo aduras penas al dormitorio. Desde el otro lado del sueño, oyó sin despertar los primerosbramidos del buque del obispo. Después se durmió a fondo, rendido por la parranda,hasta que mi hermana la monja entró en el dormitorio tratando de ponerse el hábito a lacarrera, y lo despertó con su grito de loca:-¡Mataron a Santiago Nasar!


Los estragos de los cuchillos fueron apenas un principio de la autopsia inclemente queel padre Carmen Amador se vio obligado a hacer por ausencia del doctor DionisioIguarán. «Fue como si hubiéramos vuelto a matarlo después de muerto -me dijo elantiguo párroco en su retiro de Calafell-. Pero era una orden del alcalde, y las órdenesde aquel bárbaro, por estúpidas que fueran, había que cumplirlas.» No era del todojusto. En la confusión de aquel lunes absurdo, el coronel Aponte había sostenido unaconversación telegráfica urgente con el gobernador de la provincia, y éste lo autorizópara que hiciera las diligencias preliminares mientras mandaban un juez instructor. Elalcalde había sido antes oficial de tropa sin ninguna experiencia en asuntos de justicia, yera demasiado fatuo para preguntarle a alguien que lo supiera por dónde tenía queempezar. Lo primero que lo inquietó fue la autopsia. Cristo Bedoya, que era estudiantede medicina, logró la dispensa por su amistad íntima con Santiago Nasar. El alcaldepensó que el cuerpo podía mantenerse refrigerado hasta que regresara el doctor DionisioIguarán, pero no encontró nevera de tamaño humano, y la única apropiada en elmercado estaba fuera de servicio. El cuerpo había sido expuesto a la contemplaciónpública. en el centro de la sala, tendido sobre un angosto catre de hierro mientras lefabricaban un ataúd de rico. Habían llevado los ventiladores de los dormitorios, yalgunos de las casas vecinas, pero había tanta gente ansiosa de verlo. que fue precisoapartar los muebles y descolgar las jaulas y las macetas de helechos, y aun así erainsoportable el calor. Además, los perros alborotados por el olor de la muerteaumentaban la zozobra. No habían dejado de aullar desde que yo entré en la casa,cuando Santiago Nasar agonizaba todavía en la cocina, y encontré a Divina Flor llorandoa gritos y manteniéndolos a raya con una tranca.-Ayúdame -me gritó-, que lo que quieren es comerse las tripas.Los encerramos con candado en las pesebreras. Plácida Linero ordenó más tarde quelos llevaran a algún lugar apartado hasta después del entierro. Pero hacia el medio día,nadie supo cómo, se escaparon de donde estaban e irrumpieron enloquecidos en la casa.Plácida Linero, por una vez, perdió los estribos.-¡Estos perros de mierda! -gritó-. ¡Que los maten!La orden se cumplió de inmediato, y la casa volvió a quedar en silencio. Hastaentonces no había temor alguno por el estado del cuerpo. La cara había quedado intacta,con la misma expresión que tenía cuando cantaba, y Cristo Bedoya le había vuelto acolocar las vísceras en su lugar y lo había fajado con una banda de lienzo. Sin embargo,en la tarde empezaron a manar de las heridas unas aguas color de almíbar que atrajerona las moscas, y una mancha morada le apareció en el bozo y se extendió muy despaciocomo la sombra de una nube en el agua hasta la raíz del cabello. La cara que siemprefue indulgente adquirió una expresión de enemigo, y su madre se la cubrió con unpañuelo. El coronel Aponte comprendió entonces que ya no era posible esperar, y leordenó al padre Amador que practicara la autopsia. «Habría sido peor desenterrarlodespués de una semana», dijo. El párroco había hecho la carrera de medicina y cirugíaen Salamanca, pero ingresó en el seminario sin graduarse, y hasta el alcalde sabía quesu autopsia carecía de valor legal. Sin embargo, hizo cumplir la orden.Fue una masacre, consumada en el local de la escuela pública con la ayuda delboticario que tomó las notas, y un estudiante de primer año de medicina que estaba aquíde vacaciones. Sólo dispusieron de algunos instrumentos de cirugía menor, y el restofueron hierros de artesanos. Pero al margen de los destrozos en el cuerpo, el informe delpadre Amador parecía correcto, y el instructor lo incorporó al sumario como una piezaútil.Siete de las numerosas heridas eran mortales. El hígado estaba casi seccionado pordos perforaciones profundas en la cara anterior. Tenía cuatro incisiones en el estómago,y una de ellas tan profunda que lo atravesó por completo y le destruyó el páncreas.Tenía otras seis perforaciones menores en el colon trasverso, y múltiples heridas en elintestino delgado. La única que tenía en el dorso, a la altura de la tercera vértebralumbar, le había perforado el riñón derecho. La cavidad abdominal estaba ocupada porgrandes témpanos de sangre, y entre el lodazal de contenido gástrico apareció unamedalla de oro de la Virgen del Carmen que Santiago Nasar se había tragado a la edadde cuatro años. La cavidad torácica mostraba dos perforaciones: una en el segundoespacio intercostal derecho que le alcanzó a interesar el pulmón, y otra muy cerca de laaxila izquierda. Tenía además seis heridas menores en los brazos y las manos, y dostajos horizontales: uno en el muslo derecho y otro en los músculos del abdomen. Uníauna punzada profunda en la palma de la mano derecha. El informe dice: «Parecía unestigma del Crucificado». La masa encefálica pesaba sesenta gramos más que 1a de uninglés normal, y el padre Amador consignó en el informe que Santiago Nasar tenía unainteligencia superior y un porvenir brillante. Sin embargo, en la nota final señalaba unahipertrofia del hígado que atribuyó a una hepatitis mal curada. «Es decir -me dijo-, quede todos modos le quedaban muy pocos años de vida.» El doctor Dionisio Iguarán, queen efecto le había tratado una hepatitis a Santiago Nasar a los doce años, recordabaindignado aquella autopsia. «Tenía que ser cura para ser tan bruto -me dijo-. No hubomanera de hacerle entender nunca que la gente del trópico tenemos el hígado másgrande que los gallegos.» El informe concluía que la causa de la muerte fue unahemorragia masiva ocasionada por cualquiera de las siete heridas mayores.Nos devolvieron un cuerpo distinto. La mitad del cráneo había sido destrozado con latrepanación, y el rostro de galán que la muerte había preservado acabó de perder suidentidad. Además, el párroco había arrancado de cuajo las vísceras destazadas, pero alfinal no supo qué hacer con ellas, y les impartió una bendición de rabia y las tiró en elbalde de la basura. A los últimos curiosos asomados a las ventanas de la escuela públicase les acabó la curiosidad, el ayudante se desvaneció, y el coronel Lázaro Aponte, quehabía visto y causado tantas masacres de represión, terminó por ser vegetarianoademás de espiritista. El cascarón vacío, embutido de trapos y cal viva, y cosido a lamachota con bramante basto y agujas de enfardelar, estaba a punto de desbaratarsecuando lo pusimos en el ataúd nuevo de seda capitonada. «Pensé que así se conservaríapor más tiempo», me dijo el padre Amador. Sucedió lo contrario: tuvimos que enterrarlode prisa al amanecer, porque estaba en tan mal estado que ya no era soportable dentrode la casa.Despuntaba un martes turbio. No tuve valor para dormir solo al término de la jornadaopresiva, y empujé la puerta de la casa de María Alejandrina Cervantes por si no habíapasado el cerrojo. Los calabazos de luz estaban encendidos en los árboles, y en el patiode baile había varios fogones de leña con enormes ollas humeantes, donde las mulatasestaban tiñendo de luto sus ropas de parranda. Encontré a María Alejandrina Cervantesdespierta como siempre al amanecer, y desnuda por completo como siempre que nohabía extraños en la casa. Estaba sentada a la turca sobre la cama de reina frente a unplatón babilónico de cosas de comer: costillas de ternera, una gallina hervida, lomo decerdo, y una guarnición de plátanos y legumbres que hubieran alcanzado para cinco.Comer sin medida fue siempre su único modo de llorar, y nunca la había visto hacerlocon semejante pesadumbre. Me acosté a su lado, vestido, sin hablar apenas, y llorandoyo también a mi modo. Pensaba en la ferocidad del destino de Santiago Nasar, que lehabía cobrado 20 años de dicha no sólo con la muerte, sino además con eldescuartizamiento del cuerpo, y con su dispersión y exterminio. Soñé que una mujerentraba en el cuarto con una niña en brazos, y que ésta ronzaba sin tomar aliento y losgranos de maíz a medio mascar le caían en el corpiño. La mujer me dijo: «Ella mastica ala topa tolondra, un poco al desgaire, un poco al desgarriate». De pronto sentí los dedosansiosos que me soltaban los botones de la camisa, y sentí el olor peligroso de la bestiade amor acostada a mis espaldas, y sentí que me hundía en las delicias de las arenasmovedizas de su ternura. Pero se detuvo de golpe, tosió desde muy lejos y se escurrióde mi vida.-No puedo -dijo-: hueles a él.No sólo yo. Todo siguió oliendo a Santiago Nasar aquel día. Los hermanos Vicario losintieron en el calabozo donde los encerró el alcalde mientras se le ocurría qué hacer conellos. «Por más que me restregaba con jabón y estropajo no podía quitarme el olor», medijo Pedro Vicario. Llevaban tres noches sin dormir, pero no podían descansar, porquetan pronto como empezaban a dormirse volvían a cometer el crimen. Ya casi viejo,tratando de explicarme su estado de aquel día interminable, Pablo Vicario me dijo sinningún esfuerzo: «Era como estar despierto dos veces». Esa frase me hizo pensar que lomás insoportable para ellos en el calabozo debió haber sido la lucidez.El cuarto tenía tres metros de lado, una claraboya muy alta con barras de hierro, unaletrina portátil, un aguamanil con su palangana y su jarra, y dos camas de mamposteríacon colchones de estera. El coronel Aponte, bajo cuyo mandato se había construido,decía que no hubo nunca un hotel más humano. Mi hermano Luis Enrique estaba deacuerdo, pues una noche lo encarcelaron por una reyerta de músicos, y el alcaldepermitió por caridad que una de las mulatas lo acompañara. Tal vez los hermanosVicario hubieran pensado lo mismo a las ocho de la mañana, cuando se sintieron a salvode los árabes. En ese momento los reconfortaba el prestigio de haber cumplido con suley, y su única inquietud era la persistencia del olor. Pidieron agua abundante, jabón demonte y estropajo, y se lavaron la sangre de los brazos y la cara, y lavaron además lascamisas, pero no lograron descansar. Pedro Vicario pidió también sus purgaciones ydiuréticos, y un rollo de gasa estéril para cambiarse la venda, y pudo orinar dos vecesdurante la mañana. Sin embargo, la vida se le fue haciendo tan difícil a medida queavanzaba el día, que el olor pasó a segundo lugar. A las dos de la tarde, cuando hubierapodido fundirlos la modorra del calor, Pedro Vicario estaba tan cansado que no podíapermanecer tendido en la cama, pero el mismo cansancio le impedía mantenerse de pie.El dolor de las ingles le llegaba hasta el cuello, se le cerró la orina, y padeció lacertidumbre espantosa de que no volvería a dormir en el resto de su vida. «Estuvedespierto once meses», me dijo, y yo lo conocía bastante bien para saber que era cierto.No pudo almorzar. Pablo Vicario, por su parte, comió un poco de cada cosa que lellevaron, y un cuarto de hora después se desató en una colerina pestilente. A las seis dela tarde, mientra le hacían la autopsia al cadáver de Santiago Nasar, el alcalde fuellamado de urgencia porque Pedro Vicario estaba convencido de que habían envenenadoa su hermano. «Me estaba yendo en aguas -me dijo Pablo Vicario-, y no podíamosquitarnos la idea de que eran vainas de los turcos.» Hasta entonces había desbordadodos veces la letrina portátil, y el guardián de vista lo había llevado otras seis al retretede la alcaldía. Allí lo encontró el coronel Aponte, encañonado por la guardia en elexcusado sin puertas, y desaguándose con tanta fluidez que no era absurdo pensar en elveneno. Pero lo descartaron de inmediato, cuando se estableció que sólo había bebido elagua y comido el almuerzo que les mandó Pura Vicario. No obstante, el alcalde quedótan impresionado, que se llevó a los presos para su casa con una custodia especial,hasta que vino el juez de instrucción y los trasladó al panóptico de Riohacha.El temor de los gemelos respondía al estado de ánimo de la calle. No se descartabauna represalia de los árabes, pero nadie, salvo los hermanos Vicario, habla pensado enel veneno. Se suponía más bien que aguardaran la noche para echar gasolina por laclaraboya e incendiar a los prisioneros dentro del calabozo. Pero aun ésa era unasuposición demasiado fácil. Los árabes constituían una comunidad de inmigrantespacíficos que se establecieron a principios del siglo en los pueblos del Caribe, aun en losmás remotos y pobres, y allí se quedaron vendiendo trapos de colores y baratijas deferia. Eran unidos, laboriosos y católicos. Se casaban entre ellos, importaban su trigo,criaban corderos en los patios y cultivaban el orégano y la berenjena, y su única pasióntormentosa eran los juegos de barajas. Los mayores siguieron hablando el árabe ruralque trajeron de su tierra, y lo conservaron intacto en familia hasta la segundageneración, pero los de la tercera, con la excepción de Santiago Nasar, les oían a suspadres en árabe y les contestaban en castellano. De modo que no era concebible quefueran a alterar de pronto su espíritu pastoral para vengar una muerte cuyos culpablespodíamos ser todos. En cambio nadie pensó en una represalia de la familia de PlácidaLinero, que fueron gentes de poder y de guerra hasta que se les acabó la fortuna, y quehabían engendrado más de dos matones de cantina preservados por la sal de sunombre.El coronel Aponte, preocupado por los rumores, visitó a los árabes familia por familia,y al menos por esa vez sacó una conclusión correcta. Los encontró perplejos y tristes,con insignias de duelo en sus altares, y algunos lloraban a gritos sentados en el suelo,pero ninguno abrigaba propósitos de venganza. Las reacciones de la mañana habíansurgido al calor del crimen, y sus propios protagonistas admitieron que en ningún casohabrían pasado de los golpes. Más aún: fue Suseme Abdala, la matriarca centenaria,quien recomendó la infusión prodigiosa de flores de pasionaria y ajenjo mayor que sególa colerina de Pablo Vicario y desató a la vez el manantial florido de su gemelo. PedroVicario cayó entonces en un sopor insomne, y el hermano restablecido concilió su primersueño sin remordimientos. Así los encontró Purísima Vicario a las tres de la madrugadadel martes, cuando el alcalde la llevó a despedirse de ellos.Se fue la familia completa, hasta las hijas mayores con sus maridos, por iniciativa delcoronel Aponte. Se fueron sin que nadie se diera cuenta, al amparo del agotamientopúblico, mientras los únicos sobrevivientes despiertos de aquel día irreparableestábamos enterrando a Santiago Nasar. Se fueron mientras se calmaban los ánimos,según la decisión del alcalde, pero no regresaron jamás. Pura Vicario le envolvió la caracon un trapo a la hija devuelta para que nadie le viera los golpes, y la vistió de rojoencendido para que no se imaginaran que le iba guardando luto al amante secreto.Antes de irse le pidió al padre Amador que confesara a los hijos en la cárcel, pero PedroVicario se negó, y convenció al hermano de que no tenían nada de que arrepentirse. Sequedaron solos, y el día del traslado a Riohacha estaban ten repuestos y convencidos desu razón, que no quisieron ser sacados de noche, como hicieron con la familia, sino apleno sol y con su propia cara. Poncio Vicario, el padre, murió poco después. «Se lo llevóla pena moral», me dijo Ángela Vicario. Cuando los gemelos fueron absueltos sequedaron en Riohacha, a sólo un día de viaje de Manaure, donde vivía la familia. Allá fuePrudencia Cotes a casarse con Pablo Vicario, que aprendió el oficio del oro en el taller desu padre y llegó a ser un orfebre depurado. Pedro Vicario, sin amor ni empleo, sereintegró tres años después a las Fuerzas Armadas, mereció las insignias de sargentoprimero, y una mañana espléndida su patrulla se internó en territorio de guerrillascantando canciones de putas, y nunca más se supo de ellos.Para la inmensa mayoría sólo hubo una víctima: Bayardo San Román. Suponían quelos otros protagonistas de la tragedia habían cumplido con dignidad, y hasta con ciertagrandeza, la parte de favor que la vida les tenía señalada. Santiago Nasa, había expiadola injuria, los hermanos Vicario habían probado su condición de hombres, y la hermanaburlada estaba otra vez en posesión de su honor. El único que lo había perdido todo eraBayardo San Román. «El pobre Bayardo», como se le recordó durante años. Sinembargo, nadie se había acordado de él hasta después del eclipse de luna, el sábadosiguiente, cuando el viudo de Mus le contó al alcalde que había visto un pájarofosforescente aleteando sobre su antigua casa, y pensaba que era el ánima de su esposaque andaba reclamando lo suyo. El alcalde se dio en la frente una palmada que no teníanada que ver con la visión del viudo.-¡Carajo! -gritó-. ¡Se me había olvidado ese pobre hombre!Subió a la colina con una patrulla, y encontró el automóvil descubierto frente a laquinta, y vio una luz solitaria en el dormitorio, pero nadie respondió a sus llamados. Asíque forzaron una puerta lateral y recorrieron los cuartos iluminados por los rescoldos deleclipse. «Las cosas parecían debajo del agua», me contó el alcalde. Bayardo San Románestaba inconsciente en la cama, todavía como lo había visto Pura Vicario en lamadrugada del lunes con el pantalón de fantasía y la camisa de seda, pero sin loszapatos. Había botellas vacías por el suelo, y muchas más sin abrir junto a la cama, peroni un rastro de comida. «Estaba en el último grado de intoxicación etílica», me dijo eldoctor Dionisio Iguarán, que lo había atendido de emergencia. Pero se recuperó enpocas horas, y tan pronto como recobró la razón los echó a todos de la casa con losmejores modos de que fue capaz.-Que nadie me joda -dijo-. Ni mi papá con sus pelotas de veterano.El alcalde informó del episodio al general Petronio San Román, hasta la última fraseliteral, con un telegrama alarmante.El general San Román debió tomar al pie de la letra la voluntad del hijo, porque novino a buscarlo, sino que mandó a la esposa con las hijas, y a otras dos mujeresmayores que parecían ser sus hermanas. Vinieron en un buque de carga, cerradas deluto hasta el cuello por la desgracia de Bayardo San Román, y con los cabellos sueltos dedolor. Antes de pisar tierra firme se quitaron los zapatos y atravesaron las calles hasta lacolina caminando descalzas en el polvo ardiente del medio día, arrancándose mechonesde raíz y llorando con gritos tan desgarradores que parecían de júbilo. Yo las vi pasardesde el balcón de Magdalena Oliver, y recuerdo haber pensado que un desconsuelocomo ése sólo podía fingirse para ocultar otras vergüenzas mayores.El coronel Lázaro Aponte las acompañó a la casa de la colina, y luego subió el doctorDionisio Iguarán en su mula de urgencias. Cuando se alivió el sol, dos hombres delmunicipio bajaron a Bayardo San Román en una hamaca colgada de un palo, tapadohasta la cabeza con una manta y con el séquito de plañideras. Magdalena Oliver creyóque estaba muerto.-¡Collons de déu -exclamó-, qué desperdicio!Estaba otra vez postrado por el alcohol, pero costaba creer que lo llevaran vivo,porque el brazo derecho le iba arrastrando por el suelo, y tan pronto como la madre selo ponía dentro de la hamaca se le volvía a descolgar, de modo que dejó un rastro en latierra desde la cornisa del precipicio hasta la plataforma del buque. Eso fue lo último quenos quedó de él: un recuerdo de víctima.Dejaron la quinta intacta. Mis hermanos y yo subíamos a explorarla en noches deparranda cuando volvíamos de vacaciones, y cada vez encontrábamos menos cosas devalor en los aposentos abandonados. Una vez rescatamos la maletita de mano queÁngela Vicario le había pedido a su madre la noche de bodas, pero no le dimos ningunaimportancia. Lo que encontramos dentro parecían ser los afeites naturales para lahigiene y la belleza de una mujer, y sólo conocí su verdadera utilidad cuando ÁngelaVicario me contó muchos años más tarde cuáles fueron los artificios de comadrona quele habían enseñado para engañar al esposo. Fue el único rastro que dejó en el que fuerasu hogar de casada por cinco horas.Años después, cuando volví a buscar los últimos testimonios para esta crónica, noquedaban tampoco ni los rescoldos de la dicha de Yolanda de Xius. Las cosas habían idodesapareciendo poco a poco a pesar de la vigilancia empecinada del coronel LázaroAponte, inclusive el escaparate de seis lunas de cuerpo entero que los maestros cantoresde Mompox habían tenido que armar dentro de la casa, pues no cabía por las puertas. Alprincipio, el viudo de Xius estaba encantado pensando que eran recursos póstumos de laesposa para llevarse lo que era suyo. El coronel Lázaro Aponte se burlaba de él. Perouna noche se le ocurrió oficiar una misa de espiritismo para esclarecer el misterio, y elalma de Yolanda de Mus le confirmó de su puño y letra que en efecto era ella quienestaba recuperando para su casa de la muerte los cachivaches de la felicidad. La quintaempezó a desmigajarse. El coche de bodas se fue desbaratando en la puerta, y al finalno quedó sino la carcacha podrida por la intemperie. Durante muchos años no se volvióa saber nada de su dueño. Hay una declaración suya en el sumario, pero es tan breve yconvencional, que parece remendada a última hora para cumplir con una fórmulaineludible. La única vez que traté de hablar con él, 23 años más tarde, me recibió conuna cierta agresividad, y se negó a aportar el dato más ínfimo que permitiera clarificarun poco su participación en el drama. En todo caso, ni siquiera sus padres sabían de élmucho más que nosotros, ni tenían la menor idea de qué vino a hacer en un puebloextraviado sin otro propósito aparente que el de casarse con una mujer que no habíavisto nunca.De Ángela Vicario, en cambio, tuve siempre noticias de ráfagas que me inspiraron unaimagen idealizada. Mi hermana la monja anduvo algún tiempo por la alta Guajiratratando de convertir a los últimos idólatras, y solía detenerse a conversar con ella en laaldea abrasada por la sal del Caribe donde su madre había tratado de enterrarla en vida.«Saludos de tu prima», me decía siempre. Mi hermana Margot, que también la visitabaen los primeros años, me contó que habían comprado una casa de material con un patiomuy grande de vientos cruzados, cuyo único problema eran las noches de mareas altas,porque los retretes se desbordaban y los pescados amanecían dando saltos en losdormitorios. Todos los que la vieron en esa época coincidían en que era absorta y diestraen la máquina de bordar, y que a través de su industria había logrado el olvido.Mucho después, en una época incierta en que trataba de entender algo de mí mismovendiendo enciclopedias y libros de medicina por los pueblos de la Guajira, me llegué porcasualidad hasta aquel moridero de indios. En la ventana de una casa frente al mar,bordando a máquina en la hora de más calor, había una mujer de medio luto conantiparras de alambre y canas amarillas, y sobre su cabeza estaba colgada una jaula conun canario que no paraba de cantar. Al verla así, dentro del marco idílico de la ventana,no quise creer que aquella mujer fuera la que yo creía, porque me resistía a admitir quela vida terminara por parecerse tanto a la mala literatura. Pero era ella: Ángela Vicario23 años después del drama.Me trató igual que siempre, como un primo remoto, y contestó a mis preguntas conmuy buen juicio y con sentido del humor. Era tan madura e ingeniosa, que costabatrabajo creer que fuera la misma. Lo que más me sorprendió fue la forma en que habíaterminado por entender su propia vida. Al cabo de pocos minutos ya no me pareció tanenvejecida como a primera vista, sino casi tan joven como en el recuerdo, y no teníanada en común con la que habían obligado a casarse sin amor a los 20 años. Su madre,de una vejez mal entendida, me recibió como a un fantasma difícil. Se negó a hablar delpasado, y tuve que conformarme para esta crónica con algunas frases sueltas de susconversaciones con mi madre, y otras pocas rescatadas de mis recuerdos. Había hechomás que lo posible para que Ángela Vicario se muriera en vida, pero la misma hija lemalogró los propósitos, porque nunca hizo ningún misterio de su desventura. Alcontrario: a todo el que quiso oírla se la contaba con sus pormenores, salvo el que nuncase había de aclarar: quién fue, y cómo y cuándo, el verdadero causante de su perjuicio,porque nadie creyó que en realidad hubiera sido Santiago Nasar. Pertenecían a dosmundos divergentes. Nadie los vio nunca juntos, y mucho menos solos. Santiago Nasarera demasiado altivo para fijarse en ella. «Tu prima la boba», me decía, cuando teníaque mencionarla. Además, como decíamos entonces, él era un gavilán pollero. Andabasolo, igual que su padre, cortándole el cogollo a cuanta doncella sin rumbo empezaba adespuntar por esos montes, pero nunca se le conoció dentro del pueblo otra relacióndistinta de la convencional que mantenía con Flora Miguel, y de la tormentosa que loenloqueció durante catorce meses con María Alejandrina Cervantes. La versión máscorriente, tal vez por ser la más perversa, era que Ángela Vicario estaba protegiendo aalguien a quien de veras amaba, y había escogido el nombre de Santiago Nasar porquenunca pensó que sus hermanos se atreverían contra él. Yo mismo traté de arrancarleesta verdad cuando la visité por segunda vez con todos mis argumentos en orden, peroella apenas si levantó la vista del bordado para rebatirlos.-Ya no le des más vueltas, primo -me dijo-. Fue él.Todo lo demás lo contó sin reticencias, hasta el desastre de la noche de bodas. Contóque sus amigas la habían adiestrado para que emborrachara al esposo en la cama hastaque perdiera el sentido, que aparentara más vergüenza de la que sintiera para que élapagara la luz, que se hiciera un lavado drástico de aguas de alumbre para fingir lavirginidad, y que manchara la sábana con mercurio cromo para que pudiera exhibirla aldía siguiente en su patio de recién casada. Sólo dos cosas no tuvieron en cuenta suscoberteras: la excepcional resistencia de bebedor de Bayardo San Román, y la decenciapura que Ángela Vicario llevaba escondida dentro de la estolidez impuesta por su madre.«No hice nada de lo que me dijeron -me dijo-, porque mientras más lo pensaba más medaba cuenta de que todo aquello era una porquería que no se le podía hacer a nadie, ymenos al pobre hombre que había tenido la mala suerte de casarse conmigo.» De modoque se dejó desnudar sin reservas en el dormitorio iluminado, a salvo ya de todos losmiedos aprendidos que le habían malogrado la vida. «Fue muy fácil -me dijo-, porqueestaba resuelta a morir.»La verdad es que hablaba de su desventura sin ningún pudor para disimular la otradesventura, la verdadera, que le abrasaba las entrañas. Nadie hubiera sospechadosiquiera, hasta que ella se decidió a contármelo, que Bayardo San Román estaba en suvida para siempre desde que la llevó de regreso a su casa. Fue un golpe de gracia. «Depronto, cuando mamá empezó a pegarme, empecé a acordarme de él», me dijo. Lospuñetazos le dolían menos porque sabía que eran por él. Siguió pensando en él con uncierto asombro de sí misma cuando sollozaba tumbada en el sofá del comedor. «Nolloraba por los golpes ni por nada de lo que había pasado -me dijo-: lloraba por él.»Seguía pensando en él mientra su madre le ponía compresas de árnica en la cara, y másaún cuando oyó la gritería en la calle y las campanas de incendio en la torre, y su madreentró a decirle que ahora podía dormir, pues lo peor había pasado.Llevaba mucho tiempo pensando en él sin ninguna ilusión cuando tuvo que acompañara su madre a un examen de la vista en el hospital de Riohacha. Entraron de pasada en elHotel del Puerto, a cuyo dueño conocían, y Pura Vicario pidió un vaso de agua en lacantina. Se lo estaba tomando, de espaldas a la hija, cuando ésta vio su propiopensamiento reflejado en los espejos repetidos de la sala. Ángela Vicario volvió la cabezacon el último aliento, y lo vio pasar a su lado sin verla, y lo vio salir del hotel. Luegomiró otra vez a su madre con el corazón hecho trizas. Pura Vicario había acabado debeber, se secó los labios con la manga y le sonrió desde el mostrador con los lentesnuevos. En esa sonrisa, por primera vez desde su nacimiento, Ángela Vicario la vio talcomo era: una pobre mujer, consagrada al culto de sus defectos. «Mierda», se dijo.Estaba tan trastornada, que hizo todo el viaje de regreso cantando en voz alta, y se tiróen la cama a llorar durante tres días.Nació de nuevo. «Me volví loca por él -me dijo-, loca de remate.» Le bastaba cerrarlos ojos para verlo, lo oía respirar en el mar, la despertaba a media noche el fogaje desu cuerpo en la cama. A fines de esa semana, sin haber conseguido un minuto desosiego, le escribió la primera carta. Fue una esquela convencional, en la cual le contabaque lo había visto salir del hotel, y que le habría gustado que él la hubiera visto. Esperóen vano una respuesta. Al cabo de dos meses, cansada de esperar, le mandó otra cartaen el mismo estilo sesgado de la anterior, cuyo único propósito parecía ser reprocharlesu falta de cortesía. Seis meses después había escrito seis cartas sin respuestas, pero seconformó con la comprobación de que él las estaba recibiendo.Dueña por primera vez de su destino, Ángela Vicario descubrió entonces que el odio yel amor son pasiones recíprocas. Cuantas más cartas mandaba, más encendía las brasasde su fiebre, pero más calentaba también el rencor feliz que sentía contra su madre. «Seme revolvían las tripas de sólo verla -me dijo-, pero no podía verla sin acordarme de él.»Su vida de casada devuelta seguía siendo tan simple corno la de soltera, siemprebordando a máquina con sus amigas como antes hizo tulipanes de trapo y pájaros depapel, pero cuando su madre se acostaba permanecía en el cuarto escribiendo cartas sinporvenir hasta la madrugada. Se volvió lúcida, imperiosa, maestra de su albedrío, yvolvió a ser virgen sólo para él, y no reconoció otra autoridad que la suya ni másservidumbre que la de su obsesión.Escribió una carta semanal durante media vida. «A veces no se me ocurría qué decir-me dijo muerta de risa-, pero me bastaba con saber que él las estaba recibiendo.» Alprincipio fueron esquelas de compromiso, después fueron papelitos de amante furtiva,billetes perfumados de novia fugaz, memoriales de negocios, documentos de amor, y porúltimo fueron las cartas indignas de una esposa abandonada que se inventabaenfermedades crueles para obligarlo a volver. Una noche de buen humor se le derramóel tintero sobre la carta terminada, y en vez de romperla le agregó una posdata: «Enprueba de mi amor te envío mis lágrimas». En ocasiones, cansada de llorar, se burlabade su propia locura. Seis veces cambiaron la empleada del correo, y seis veces consiguiósu complicidad. Lo único que no se le ocurrió fue renunciar. Sin embargo, él parecíainsensible a su delirio: era como escribirle a nadie.Una madrugada de vientos, por el año décimo, la despertó la certidumbre de que élestaba desnudo en su cama. Le escribió entonces una carta febril de veinte pliegos en laque soltó sin pudor las verdades amargas que llevaba podridas en el corazón desde sunoche funesta. Le habló de las lacras eternas que él había dejado en su cuerpo, de la salde su lengua, de la trilla de fuego de su verga africana. Se la entregó a la empleada delcorreo, que iba los viernes en la tarde a bordar con ella para llevarse las cartas, y sequedó convencida de que aquel desahogo terminal seria el último de su agonía. Pero nohubo respuesta. A partir de entonces ya no era consciente de lo que escribía, ni a quiénle escribía a ciencia cierta, pero siguió escribiendo sin cuartel durante diecisiete años.Un medio día de agosto, mientras bordaba con sus amigas, sintió que alguien llegabaa la puerta. No tuvo que mirar para saber quién era. «Estaba gordo y se le empezaba acaer el pelo, y ya necesitaba espejuelos para ver de cerca -me dijo-. ¡Pero era él, carajo,era él!» Se asustó, porque sabía que él la estaba viendo tan disminuida como ella loestaba viendo a él, y no creía que tuviera dentro tanto amor como ella para soportarlo.Tenía la camisa empapada de sudor, como lo había visto la primera vez en la feria, yllevaba la misma correa y las mismas alforjas de cuero descosido con adornos de plata.Bayardo SanRomán dio un paso adelante, sin ocuparse de las otras bordadoras atónitas, y puso lasalforjas en la máquina de coser.-Bueno -dijo-, aquí estoy.Llevaba la maleta de la ropa para quedarse, y otra maleta igual con casi dos milcartas que ella le había escrito. Estaban ordenadas por sus fechas, en paquetes cosidoscon cintas de colores, y todas sin abrir.


Durante años no pudimos hablar de otra cosa. Nuestra conducta diaria, dominadahasta entonces por tantos hábitos lineales, había empezado a girar de golpe en torno deuna misma ansiedad común. Nos sorprendían los gallos del amanecer tratando deordenar las numerosas casualidades encadenadas que habían hecho posible el absurdo,y era evidente que no lo hacíamos por un anhelo de esclarecer misterios, sino porqueninguno de nosotros podía seguir viviendo sin saber con exactitud cuál era el sitio y lamisión que le había asignado la fatalidad.Muchos se quedaron sin saberlo. Cristo Bedoya, que llegó a ser un cirujano notable,no pudo explicarse nunca por qué cedió al impulso de esperar dos horas donde susabuelos hasta que llegara el obispo, en vez de irse a descansar en la casa de sus padres,que lo estuvieron esperando hasta el amanecer para alertarlo. Pero la mayoría dequienes pudieron hacer algo por impedir el crimen y sin embargo no lo hicieron, seconsolaron con el pretexto de que los asuntos de honor son estancos sagrados a loscuales sólo tienen acceso los dueños del drama. «La honra es el amor», le oía decir a mimadre. Hortensia Baute, cuya única participación fue haber visto ensangrentados doscuchillos que todavía no lo estaban, se sintió tan afectada por la alucinación que cayó enuna crisis de penitencia, y un día no pudo soportarla más y se echó desnuda a las calles.Flora Miguel, la novia de Santiago Nasar, se fugó por despecho con un teniente defronteras que la prostituyó entre los caucheros de Vichada. Aura Villeros, la comadronaque había ayudado a nacer a tres generaciones, sufrió un espasmo de la vejiga cuandoconoció la noticia, y hasta el día de su muerte necesitó una sonda para orinar. DonRogelio de la Flor, el buen marido de Clotilde Armenta, que era un prodigio de vitalidad alos 86 años, se levantó por última vez para ver cómo desguazaban a Santiago Nasarcontra la puerta cerrada de su propia casa, y no sobrevivió a la conmoción. PlácidaLinero había cerrado esa puerta en el último instante, pero se liberó a tiempo de laculpa. «La cerré porque Divina Flor me juró que había visto entrar a mi hijo -me contó-,y no era cierto.» Por el contrario, nunca se perdonó el haber confundido el auguriomagnífico de los árboles con el infausto de los pájaros, y sucumbió a la perniciosacostumbre de su tiempo de masticar semillas de cardamina.Doce días después del crimen, el instructor del sumario se encontró con un pueblo encarne viva. En la sórdida oficina de tablas del Palacio Municipal, bebiendo café de ollacon ron de caña contra los espejismos del calor, tuvo que pedir tropas de refuerzo paraencauzar a la muchedumbre que se precipitaba a declarar sin ser llamada, ansiosa deexhibir su propia importancia en el drama. Acababa de graduarse, y llevaba todavía elvestido de paño negro de la Escuela de Leyes, y el anillo de oro con el emblema de supromoción, y las ínfulas y el lirismo del primíparo feliz. Pero nunca supe su nombre.Todo lo que sabemos de su carácter es aprendido en el sumario, que numerosaspersonas me ayudaron a buscar veinte años después del crimen en el Palacio de justiciade Riohacha. No existía clasificación alguna en los archivos, y más de un siglo deexpedientes estaban amontonados en el suelo del decrépito edificio colonial que fuerapor dos días el cuartel general de Francis Drake. La planta baja se inundaba con el marde leva, y los volúmenes descosidos flotaban en las oficinas desiertas. Yo mismo explorémuchas veces con las aguas hasta los tobillos aquel estanque de causas perdidas, y sólouna casualidad me permitió rescatar al cabo de cinco años de búsqueda unos 322pliegos salteados de los más de 500 que debió de tener el sumario.El nombre del juez no apareció en ninguno, pero es evidente que era un hombreabrasado por la fiebre de la literatura. Sin duda había leído a los clásicos españoles, yalgunos latinos, y conocía muy bien a Nietzsche, que era el autor de moda entre losmagistrados de su tiempo. Las notas marginales, y no sólo por el color de la tinta,parecían escritas con sangre. Estaba tan perplejo con el enigma que le había tocado ensuerte, que muchas veces incurrió en distracciones líricas contrarias al rigor de suciencia. Sobre todo, nunca le pareció legítimo que la vida se sirviera de tantascasualidades prohibidas a la literatura, para que se cumpliera sin tropiezos una muertetan anunciada.Sin embargo, lo que más le había alarmado al final de su diligencia excesiva fue nohaber encontrado un solo indicio, ni siquiera el menos verosímil, de que Santiago Nasarhubiera sido en realidad el causante del agravio. Las amigas de Ángela Vicario quehabían sido sus cómplices en el engaño siguieron contando durante mucho tiempo queella las había hecho partícipes de su secreto desde antes de la boda, pero no les habíarevelado ningún nombre. En el sumario declararon: «Nos dijo el milagro pero no elsanto». Ángela Vicario, por su parte, se mantuvo en su sitio. Cuando el juez instructor lepreguntó con su estilo lateral si sabía quién era el difunto Santiago Nasar, ella lecontestó impasible:-Fue mi autor.Así consta en el sumario, pero sin ninguna otra precisión de modo ni de lugar.Durante el juicio, que sólo duró tres días, el representante de la parte civil puso sumayor empeño en la debilidad de ese cargo. Era tal la perplejidad del juez instructorante la falta de pruebas contra Santiago Nasar, que su buena labor parece pormomentos desvirtuada por la desilusión. En el folio 416, de su puño y letra y con la tintaroja del boticario, escribió una nota marginal: Dadme un prejuicio y moveré el mundo.Debajo de esa paráfrasis de desaliento, con un trazo feliz de la misma tinta de sangre,dibujó un corazón atravesado por una flecha. Para él, como para los amigos máscercanos de Santiago Nasar, el propio comportamiento de éste en las últimas horas fueuna prueba terminante de su inocencia.La mañana de su muerte, en efecto, Santiago Nasar no había tenido un instante deduda, a pesar de que sabía muy bien cuál hubiera sido el precio de la injuria que leimputaban. Conocía la índole mojigata de su mundo, y debía saber que la naturalezasimple de los gemelos no era capaz de resistir al escarnio. Nadie conocía muy bien aBayardo San Román, pero Santiago Nasar lo conocía bastante para saber que debajo desus ínfulas mundanas estaba tan subordinado como cualquier otro a sus prejuicios deorigen. De manera que su despreocupación consciente hubiera sido suicida. Además,cuando supo por fin en el último instante que los hermanos Vicario lo estaban esperandopara matarlo, su reacción no fue de pánico, como tanto se ha dicho, sino que fue másbien el desconcierto de la inocencia.Mi impresión personal es que murió sin entender su muerte. Después de que leprometió a mi hermana Margot que iría a desayunar a nuestra casa, Cristo Bedoya se lollevó del brazo por el muelle, y ambos parecían tan desprevenidos que suscitaronilusiones falsas. «Iban tan contentos -me dijo Meme Loaiza-, que le di gracias a Dios,porque pensé que el asunto se había arreglado.» No todos querían tanto a SantiagoNasar, por supuesto. Polo Carrillo, el dueño de la planta eléctrica, pensaba que suserenidad no era inocencia sino cinismo. «Creía que su plata lo hacía intocable», medijo. Fausta López, su mujer, comentó: «Como todos los turcos». Indalecio Pardoacababa de pasar por la tienda de Clotilde Armenta, y los gemelos le habían dicho quetan pronto como se fuera el obispo matarían a Santiago Nasar. Pensó, como tantosotros, que eran fantasías de amanecidos, pero Clotilde Armenta le hizo ver que eracierto, y le pidió que alcanzara a Santiago Nasar para prevenirlo.-Ni te moleste -le dijo Pedro Vicario-: de todos modos es como si ya estuviera muerto.Era un desafío demasiado evidente. Los gemelos conocían los vínculos de IndalecioPardo y Santiago Nasar, y debieron pensar que era la persona adecuada para impedir elcrimen sin que ellos quedaran en vergüenza. Pero Indalecio Pardo encontró a SantiagoNasar llevado del brazo por Cristo Bedoya entre los grupos que abandonaban el puerto,y no se atrevió a prevenirlo. «Se me aflojó la pasta», me dijo. Le dio una palmada en elhombro a cada uno, y los dejó seguir. Ellos apenas lo advirtieron, pues continuabanabismados en las cuentas de la boda.La gente se dispersaba hacia la plaza en el mismo sentido que ellos. Era una multitudapretada, pero Escolástica Cisneros creyó observar que los dos amigos caminaban en elcentro sin dificultad, dentro de un círculo vacío, porque la gente sabía que SantiagoNasar iba a morir, y no se atrevían a tocarlo. También Cristo Bedoya recordaba unaactitud distinta hacia ellos. «Nos miraban como si lleváramos la cara pintada», me dijo.Más aún: Sara Noriega abrió su tienda de zapatos en el momento en que ellos pasaban,y se espantó con la palidez de Santiago Nasar. Pero él la tranquilizó.-¡Imagínese, niña Sara -le dijo sin detenerse-, con este guayabo!Celeste Dangond estaba sentado en piyama en la puerta de su casa, burlándose de losque se quedaron vestidos para saludar al obispo, e invitó a Santiago Nasar a tomar café.«Fue para ganar tiempo mientras pensaba», me dijo. Pero Santiago Nasar le contestóque iba de prisa a cambiarse de ropa para desayunar con mi hermana. «Me hice bolas-me explicó Celeste Dangond- pues de pronto me pareció que no podían matarlo siestaba tan seguro de lo que iba a hacer.» Yamil Shaium fue el único que hizo lo que sehabía propuesto. Tan pronto como conoció el rumor salió a la puerta de su tienda degéneros y esperó a Santiago Nasar para prevenirlo. Era uno de los últimos árabes quellegaron con Ibrahim Nasar, fue su socio de barajas hasta la muerte, y seguía siendo elconsejero hereditario de la familia. Nadie tenía tanta autoridad como él para hablar conSantiago Nasar. Sin embargo, pensaba que si el rumor era infundado le iba a causar unaalarma inútil, y prefirió consultarlo primero con Cristo Bedoya por si éste estaba mejorinformado. Lo llamó al pasar. Cristo Bedoya le dio una palmadita en la espalda aSantiago Nasar, ya en la esquina de la plaza, y acudió al llamado de Yamil Shaium.-Hasta el sábado -le dijo.Santiago Nasar no le contestó, sino que se dirigió en árabe a Yamil Shaium y éste lereplicó también en árabe, torciéndose de risa. «Era un juego de palabras con que nosdivertíamos siempre», me dijo Yamil Shaium. Sin detenerse, Santiago Nasar les hizo aambos su señal de adiós con la mano y dobló la esquina de la plaza. Fue la última vezque lo vieron.Cristo Bedoya tuvo tiempo apenas de escuchar la información de Yamil Shaiumcuando salió corriendo de la tienda para alcanzar a Santiago Nasar. Lo había visto doblarla esquina, pero no lo encontró entre los grupos que empezaban a dispersarse en laplaza. Varias personas a quienes les preguntó por él le dieron la misma respuesta:-Acabo de verlo contigo.Le pareció imposible que hubiera llegado a su casa en tan poco tiempo, pero de todosmodos entró a preguntar por él, pues encontró sin tranca y entreabierta la puerta delfrente. Entró sin ver el papel en el suelo, y atravesó la sala en penumbra tratando de nohacer ruido, porque aún era demasiado temprano para visitas, pero los perros sealborotaron en el fondo de la casa y salieron a su encuentro. Los calmó con las llaves,como lo había aprendido del dueño, y siguió acosado por ellos hasta la cocina. En elcorredor se cruzó con Divina Flor que llevaba un cubo de agua y un trapero para pulir lospisos de la sala. Ella le aseguró que Santiago Nasar no había vuelto. Victoria Guzmánacababa de poner en el fogón el guiso de conejos cuando él entró en la cocina. Ellacomprendió de inmediato.«El corazón se le estaba saliendo por la boca», me dijo. Cristo Bedoya le preguntó siSantiago Nasar estaba en casa, y ella le contestó con un candor fingido que aún nohabía llegado a dormir. .-Es en serio -le dijo Cristo Bedoya-, lo están buscando para matarlo.A Victoria Guzmán se le olvidó el candor.-Esos pobres muchachos no matan a nadie -dijo.-Están bebiendo desde el sábado -dijo Cristo Bedoya.-Por lo mismo -replicó ella-: no hay borracho que se coma su propia caca.Cristo Bedoya volvió a la sala, donde Divina Flor acababa de abrir las ventanas. «Porsupuesto que no estaba lloviendo -me dijo Cristo Bedoya-. Apenas iban a ser las siete, yya entraba un sol dorado por las ventanas.» Le volvió a preguntar a Divina Flor si estabasegura de que Santiago Nasar no había entrado por la puerta de la sala. Ella no estuvoentonces tan segura como la primera vez. Le preguntó por Plácida Linero, y ella lecontestó que hacía un momento le había puesto el café en la mesa de noche, pero no lahabía despertado. Así era siempre: despertaría a las siete, se tomaría el café, y bajaría adar las instrucciones para el almuerzo. Cristo Bedoya miró el reloj: eran las 6.56.Entonces subió al segundo piso para convencerse de que Santiago Nasar no habíaentrado.La puerta del dormitorio estaba cerrada por dentro, porque Santiago Nasar habíasalido a través del dormitorio de su madre. Cristo Bedoya no sólo conocía la casa tanbien como la suya, sino que tenía tanta confianza con la familia que empujó la puerta deldormitorio de Plácida Linero para pasar desde allí al dormitorio contiguo. Un haz de solpolvoriento entraba por la claraboya, y la hermosa mujer dormida en la hamaca, decostado, con la mano de novia en la mejilla, tenía un aspecto irreal. «Fue como unaaparición», me dijo Cristo Bedoya. La contempló un instante, fascinado por su belleza, yluego atravesó el dormitorio en silencio, pasó de largo frente al baño, y entró en eldormitorio de Santiago Nasar. La cama seguía intacta, y en el sillón estaba el sombrerode jinete, y en el suelo estaban las botas junto a las espuelas. En la mesa de noche elreloj de pulsera de Santiago Nasar marcaba las 6.58. «De pronto pensé que había vueltoa salir armado», me dijo Cristo Bedoya. Pero encontró la magnum en la gaveta de lamesa de noche. «Nunca había disparado un arma -me dijo Cristo Bedoya-, pero resolvícoger el revólver para llevárselo a Santiago Nasar.» Se lo ajustó en el cinturón, pordentro de la camisa, y sólo después del crimen se dio cuenta de que estaba descargado.Plácida Linero apareció en la puerta con el pocillo de café en el momento en que élcerraba la gaveta.-¡Santo Dios -exclamó ella-, qué susto me has dado!Cristo Bedoya también se asustó. La vio a plena luz, con una bata de alondrasdoradas y el cabello revuelto, y el encanto se había desvanecido. Explicó un pococonfuso que había entrado a buscar a Santiago Nasar.-Se fue a recibir al obispo -dijo Plácida Linero.-Pasó de largo -dijo él.-Lo suponía -dijo ella-. Es el hijo de la peor madre.No siguió, porque en ese momento se dio cuenta de que Cristo Bedoya no sabía dóndeponer el cuerpo. «Espero que Dios me haya perdonado -me dijo Plácida Linero-, pero lovi tan confundido que de pronto se me ocurrió que había entrado a robar.» Le preguntóqué le pasaba. Cristo Bedoya era consciente de estar en una situación sospechosa, perono tuvo valor para revelarle la verdad.-Es que no he dormido ni un minuto -le dijo.Se fue sin más explicaciones. «De todos modos -me dijo- ella siempre se imaginabaque le estaban robando.» En la plaza se encontró con el padre Amador que regresaba ala iglesia con los ornamentos de la misa frustrada, pero no le pareció que pudiera hacerpor Santiago Nasar nada distinto de salvarle el alma. Iba otra vez hacia el puerto cuandosintió que lo llamaban desde la tienda de Clotilde Armenta. Pedro Vicario estaba en lapuerta, lívido y desgreñado, con la camisa abierta y las mangas enrolladas hasta loscodos, y con el cuchillo basto que él mismo había fabricado con una hoja de segueta. Suactitud era demasiado insolente para ser casual, y sin embargo no fue la única ni la másvisible que intentó en los últimos minutos para que le impidieran cometer el crimen.-Cristóbal -gritó-: dile a Santiago Nasar que aquí lo estamos esperando para matarlo.Cristo Bedoya le habría hecho el favor de impedírselo. «Si yo hubiera sabido dispararun revólver, Santiago Nasar estaría vivo», me dijo. Pero la sola idea lo impresionó,después de todo lo que había oído decir sobre la potencia devastadora de una balablindada.-Te advierto que está armado con una magnum capaz de atravesar un motor -gritó.Pedro Vicario sabía que no era cierto. «Nunca estaba armado si no llevaba ropa demontar», me dijo. Pero de todos modos había previsto que lo estuviera cuando tomó ladecisión de lavar la honra de la hermana.-Los muertos no disparan -gritó.Pablo Vicario apareció entonces en la puerta. Estaba tan pálido como el hermano, ytenía puesta la chaqueta de la boda y el cuchillo envuelto en el periódico. «Si no hubierasido por eso -me dijo Cristo Bedoya-, nunca hubiera sabido cuál de los dos era cuál.»Clotilde Armenta apareció detrás de Pablo Vicario, y le gritó a Cristo Bedoya que se dieraprisa, porque en este pueblo de maricas sólo un hombre como él podía impedir latragedia.Todo lo que ocurrió a partir de entonces fue del dominio público. La gente queregresaba del puerto, alertada por los gritos, empezó a tomar posiciones en la plazapara presenciar el crimen. Cristo Bedoya les preguntó a varios conocidos por SantiagoNasar, pero nadie lo había visto. En la puerta del Club Social se encontró con el coronelLázaro Aponte y le contó lo que acababa de ocurrir frente a la tienda de ClotildeArmenta.-No puede ser -dijo el coronel Aponte-, porque yo los mandé a dormir.Acabo de verlos con un cuchillo de matar puercos -dijo Cristo Bedoya.-No puede ser, porque yo se los quité antes de mandarlos a dormir -dijo el alcalde-.Debe ser que los viste antes de eso.-Los vi hace dos minutos y cada uno tenía un cuchillo de matar puercos -dijo CristoBedoya.-¡Ah carajo -dijo el alcalde-, entonces debió ser que volvieron con otros!Prometió ocuparse de eso al instante, pero entró en el Club Social a confirmar una citade dominó para esa noche, y cuando volvió a salir ya estaba consumado el crimen.Cristo Bedoya cometió entonces su único error mortal: pensó que Santiago Nasar habíaresuelto a última hora desayunar en nuestra casa antes de cambiarse de ropa, y allá sefue a buscarlo. Se apresuró por la orilla del río, preguntándole a todo el que encontrabasi lo habían visto pasar, pero nadie le dio razón. No se alarmó, porque había otroscaminos para nuestra casa. Próspera Arango, la cachaca, le suplicó que hiciera algo porsu padre que estaba agonizando en el sardinel de su casa, inmune a la bendición fugazdel obispo. «Yo lo había visto al pasar -me dijo mi hermana Margot-, y ya tenía cara demuerto.» Cristo Bedoya demoró cuatro minutos en establecer el estado del enfermo, yprometió volver más tarde para un recurso de urgencia, pero perdió tres minutos másayudando a Próspera Arango a llevarlo hasta el dormitorio. Cuando volvió a salir sintiógritos remotos y le pareció que estaban reventando cohetes por el rumbo de la plaza.Trató de correr, pero se lo impidió el revólver mal ajustado en la cintura. Al doblar laúltima esquina reconoció de espaldas a mi madre que llevaba casi a rastras al hijomenor.-Luisa Santiaga -le gritó-: dónde está su ahijado.Mi madre se volvió apenas con la cara bañada en lágrimas.-¡Ay, hijo -contestó-, dicen que lo mataron!Así era. Mientras Cristo Bedoya lo buscaba, Santiago Nasar había entrado en la casade Flora Miguel, su novia, justo a la vuelta de la esquina donde él lo vio por última vez.«No se me ocurrió que estuviera ahí -me dijo- porque esa gente no se levantaba nuncaantes de medio día.» Era una versión corriente que la familia entera dormía hasta lasdoce por orden de Nahir Miguel, el varón sabio de la comunidad. «Por eso Flora Miguel,que ya no se cocinaba en dos aguas, se mantenía como una rosa», dice Mercedes. Laverdad es que dejaban la casa cerrada hasta muy tarde, como tantas otras, pero erangentes tempraneras y laboriosas. Los padres de Santiago Nasar y Flora Miguel se habíanpuesto de acuerdo para casarlos. Santiago Nasar aceptó el compromiso en plenaadolescencia, y estaba resuelto a cumplirlo, tal vez porque tenía del matrimonio lamisma concepción utilitaria que su padre. Flora Miguel, por su parte, gozaba de unacierta condición floral, pero carecía de gracia y de juicio y había servido de madrina debodas a toda su generación, de modo que el convenio fue para ella una soluciónprovidencial. Tenían un noviazgo fácil, sin visitas formales ni inquietudes del corazón. Laboda varias veces diferida estaba fijada por fin para la próxima Navidad.Flora Miguel despertó aquel lunes con los primeros bramidos del buque del obispo, ymuy poco después se enteró de que los gemelos Vicario estaban esperando a SantiagoNasar para matarlo. A mi hermana la monja, la única que habló con ella después de ladesgracia, le dijo que no recordaba siquiera quién se lo había dicho. «Sólo sé que a lasseis de la mañana todo el mundo lo sabía», le dijo. Sin embargo, le pareció inconcebibleque a Santiago Nasar lo fueran a matar, y en cambio se le ocurrió que lo iban a casar ala fuerza con Ángela Vicario para que le devolviera la honra. Sufrió una crisis dehumillación. Mientras medio pueblo esperaba al obispo, ella estaba en su dormitoriollorando de rabia, y poniendo en orden el cofre de las cartas que Santiago Nasar le habíamandado desde el colegio.Siempre que pasaba por la casa de Flora Miguel, aunque no hubiera nadie, SantiagoNasar raspaba con las llaves la tela metálica de las ventanas. Aquel lunes, ella lo estabaesperando con el cofre de cartas en el regazo. Santiago Nasar no podía verla desde lacalle, pero en cambio ella lo vio acercarse a través de la red metálica desde antes de quela raspara con las llaves.-Entra -le dijo.Nadie, ni siquiera un médico, había entrado en esa casa a las 6.45 de la mañana.Santiago Nasar acababa de dejar a Cristo Bedoya en la tienda de Yamil Shaium, y habíatanta gente pendiente de él en la plaza, que no era comprensible que nadie lo vieraentrar en casa de su novia. El juez instructor buscó siquiera una persona que lo hubieravisto, y lo hizo con tanta persistencia como yo, pero no fue posible encontrarla. En elfolio 382 del sumario escribió otra sentencia marginal con tinta roja: La fatalidad noshace invisibles. El hecho es que Santiago Nasar entró por la puerta principal, a la vistade todos, y sin hacer nada por no ser visto. Flora Miguel lo esperaba en la sala, verde decólera, con uno de los vestidos de arandelas infortunadas que solía llevar en lasocasiones memorables, y le puso el cofre en las manos.Aquí tienes -le dijo-. ¡Y ojalá te maten!Santiago Nasar quedó tan perplejo, que el cofre se le cayó de las manos, y sus cartassin amor se regaron por el suelo. Trató de alcanzar a Flora Miguel en el dormitorio, peroella cerró la puerta y puso la aldaba. Tocó varias veces, y la llamó con una vozdemasiado apremiante para la hora, así que toda la familia acudió alaranada. Entreconsanguíneos y políticos, mayores y menores de edad, eran más de catorce. El últimoque salió fue Nahir Miguel, el padre, con la barba colorada y la chilaba de beduino quetrajo de su tierra, y que siempre usó dentro de la casa. Yo lo vi muchas veces, y erainmenso y parsimonioso, pero lo que más me impresionaba era el fulgor de suautoridad.-Flora -llamó en su lengua-. Abre la puerta.Entró en el dormitorio de la hija, mientras la familia contemplaba absorta a SantiagoNasar. Estaba arrodillado en la sala, recogiendo las cartas del suelo y poniéndolas en elcofre. «Parecía una penitencia», me dijeron. Nahir Miguel salió del dormitorio al cabo deunos minutos, hizo una señal con la mano y la familia entera desapareció.Siguió hablando en árabe a Santiago Nasar. «Desde el primer momento comprendíque no tenía la menor idea de lo que le estaba diciendo», me dijo. Entonces le preguntóen concreto si sabía que los hermanos Vicario lo buscaban para matarlo. «Se pusopálido, y perdió de tal modo el dominio, que no era posible creer que estaba fingiendo»,me dijo. Coincidió en que su actitud no era tanto de miedo como de turbación.-Tú sabrás si ellos tienen razón, o no -le dijo-. Pero en todo caso, ahora no te quedansino dos caminos: o te escondes aquí, que es tu casa, o sales con mi rifle.-No entiendo un carajo -dijo Santiago Nasar.Fue lo único que alcanzó a decir, y lo dijo en castellano. «Parecía un pajarito mojado»,me dijo Nahir Miguel. Tuvo que quitarle el cofre de las manos porque él no sabía dóndedejarlo para abrir la puerta.-Serán dos contra uno -le dijo.Santiago Nasar se fue. La gente se había situado en la plaza como en los días dedesfiles. Todos lo vieron salir, y todos comprendieron que ya sabía que lo iban a matar,y estaba tan azorado que no encontraba el camino de su casa. Dicen que alguien gritódesde un balcón: «Por ahí no, turco, por el puerto viejo». Santiago Nasar buscó la voz.Yamil Shaium le gritó que se metiera en su tienda, y entró a buscar su escopeta de caza,pero no recordó dónde había escondido los cartuchos. De todos lados empezaron agritarle, y Santiago Nasar dio varias vueltas al revés y al derecho, deslumbrado portantas voces a la vez. Era evidente que se dirigía a su casa por la puerta de la cocina,pero de pronto debió darse cuenta de que estaba abierta la puerta principal.Ahí viene -dijo Pedro Vicario.Ambos lo habían visto al mismo tiempo. Pablo Vicario se quitó el saco, lo puso en eltaburete, y desenvolvió el cuchillo en forma de alfanje. Antes de abandonar la tienda, sinponerse de acuerdo, ambos se santiguaron. Entonces Clotilde Armenta agarró a PedroVicario por la camisa y le gritó a Santiago Nasar que corriera porque lo iban a matar.Fue un grito tan apremiante que apagó a los otros. «Al principio se asustó -me dijoClotilde Armenta-, porque no sabía quién le estaba gritando, ni de dónde.» Pero cuandola vio a ella vio también a Pedro Vicario, que la tiró por tierra con un empellón, y alcanzóal hermano. Santiago Nasar estaba a menos de 50 metros de su casa, y corrió hacia lapuerta principal.Cinco minutos antes, en la cocina, Victoria Guzmán le había contado a Plácida Linerolo que ya todo el mundo sabía. Plácida Linero era una mujer de nervios firmes, así queno dejó traslucir ningún signo de alarma. Le preguntó a Victoria Guzmán si le habíadicho algo a su hijo, y ella le mintió a conciencia, pues contestó que todavía no sabíanada cuando él bajó a tomar el café. En la sala, donde seguía trapeando los pisos, DivinaFlor vio al mismo tiempo que Santiago Nasar entró por la puerta de la plaza y subió porlas escaleras de buque de los dormitorios. «Fue una visión nítida», me contó Divina Flor.«Llevaba el vestido blanco, y algo en la mano que no pude ver bien, pero me pareció unramo de rosas.» De modo que cuando Plácida Linero le preguntó por él, Divina Flor latranquilizó.-Subió al cuarto hace un minuto -le dijo.Plácida Linero vio entonces el papel en el suelo, pero no pensó en recogerlo, y sólo seenteró de lo que decía cuando alguien se lo mostró más tarde en la confusión de latragedia. A través de la puerta vio a los hermanos Vicario que venían corriendo hacia lacasa con los cuchillos desnudos. Desde el lugar en que ella se encontraba podía verlos aellos, pero no alcanzaba a ver a su hijo que corría desde otro ángulo hacia la puerta.«Pensé que querían meterse para matarlo dentro de la casa», me dijo. Entonces corrióhacia la puerta y la cerró de un golpe. Estaba pasando la tranca cuando oyó los gritos deSantiago Nasar, y oyó los puñetazos de terror en la puerta, pero creyó que él estabaarriba, insultando a los hermanos Vicario desde el balcón de su dormitorio. Subió aayudarlo.Santiago Nasar necesitaba apenas unos segundos para entrar cuando se cerró lapuerta. Alcanzó a golpear varias veces con los puños, y en seguida se volvió paraenfrentarse a manos limpias con sus enemigos. «Me asusté cuando lo vi de frente ---medijo Pablo Vicario-, porque me pareció como dos veces más grande de lo que era.»Santiago Nasar levantó la mano para parar el primer golpe de Pedro Vicario, que lo atacópor el flanco derecho con el cuchillo recto.-¡Hijos de puta! -gritó.El cuchillo le atravesó la palma de la mano derecha, y luego se le hundió hasta elfondo en el costado. Todos oyeron su grito de dolor.-¡Ay mi madre!Pedro Vicario volvió a retirar el cuchillo con su pulso fiero de matarife, y le asestó unsegundo golpe casi en el mismo lugar. «Lo raro es que el cuchillo volvía a salir limpio-declaró Pedro Vicario al instructor-. Le había dado por lo menos tres veces y no habíauna gota de sangre.» Santiago Nasar se torció con los brazos cruzados sobre el vientredespués de la tercera cuchillada, soltó un quejido de becerro, y trató de darles laespalda. Pablo Vicario, que estaba a su izquierda con el cuchillo curvo, le asestóentonces la única cuchillada en el lomo, y un chorro de sangre a alta presión le empapóla camisa. «Olía como él», me dijo. Tres veces herido de muerte, Santiago Nasar les diootra vez el frente, y se apoyó de espaldas contra la puerta de su madre, sin la menorresistencia, como si sólo quisiera ayudar a que acabaran de matarlo por partes iguales.«No volvió a gritar --dijo Pedro Vicario al instructor-. Al contrario: me pareció que seestaba riendo.» Entonces ambos siguieron acuchillándolo contra la puerta, con golpesalternos y fáciles, flotando en el remanso deslumbrante que encontraron del otro ladodel miedo. No oyeron los gritos del pueblo entero espantado de su propio crimen. «Mesentía como cuando uno va corriendo en un caballo», declaró Pablo Vicario. Pero ambosdespertaron de pronto a la realidad, porque estaban exhaustos, y sin embargo lesparecía que Santiago Nasar no se iba a derrumbar nunca. «¡Mierda, primo -me dijoPablo Vicario-, no te imaginas lo difícil que es matar a un hombre!» Tratando de acabarpara siempre, Pedro Vicario le buscó el corazón, pero se lo buscó casi en la axila, dondelo tienen los cerdos. En realidad Santiago Nasar no caía porque ellos mismos lo estabansosteniendo a cuchilladas contra la puerta. Desesperado, Pablo Vicario le dio un tajohorizontal en el vientre, y los intestinos completos afloraron con una explosión. PedroVicario iba a hacer lo mismo, pero el pulso se le torció de horror, y le dio un tajoextraviado en el muslo. Santiago Nasar permaneció todavía un instante apoyado contrala puerta, hasta que vio sus propias vísceras al sol, limpias y azules, y cayó de rodillas.Después de buscarlo a gritos por los dormitorios, oyendo sin saber dónde otros gritosque no eran los suyos, Plácida Linero se asomó a la ventana de la plaza y vio a losgemelos Vicario que corrían hacia la iglesia. Iban perseguidos de cerca por YamilShaium, con su escopeta de matar tigres, y por otros árabes desarmados y PlácidaLinero pensó que había pasado el peligro. Luego salió al balcón del dormitorio, y vio aSantiago Nasar frente a la puerta, bocabajo en el polvo, tratando de levantarse de supropia sangre. Se incorporó de medio lado, y se echó a andar en un estado dealucinación, sosteniendo con las manos las vísceras colgantes.Caminó más de cien metros para darle la vuelta completa a la casa y entrar por lapuerta de la cocina. Tuvo todavía bastante lucidez para no ir por la calle, que era eltrayecto más largo, sino que entró por la casa contigua. Poncho Lanao, su esposa y suscinco hijos no se habían enterado de lo que acababa de ocurrir a 20 pasos de su puerta.«Oímos la gritería -me dijo la esposa-, pero pensamos que era la fiesta del obispo.»Empezaban a desayunar cuando vieron entrar a Santiago Nasar empapado de sangrellevando en las manos el racimo de sus entrañas. Poncho Lanao me dijo: «Lo que nuncapude olvidar fue el terrible olor a mierda». Pero Argénida Lanao, la hija mayor, contóque Santiago Nasar caminaba con la prestancia de siempre, midiendo bien los pasos, yque su rostro de sarraceno con los rizos alborotados estaba más bello que nunca. Alpasar frente a la mesa les sonrió, y siguió a través de los dormitorios hasta la salidaposterior de la casa. «Nos quedamos paralizados de susto», me dijo Argénida Lanao. Mitía Wenefrida Márquez estaba desescamando un sábalo en el patio de su casa al otrolado del río, y lo vio descender las escalinatas del muelle antiguo buscando con pasofirme el rumbo de su casa.-¡Santiago, hijo --le gritó-, qué te pasa!Santiago Nasar la reconoció.-Que me mataron, niña Wene -dijo.Tropezó en el último escalón, pero se incorporó de inmediato. «Hasta tuvo el cuidadode sacudir con la mano la tierra que le quedó en las tripas», me dijo mi tía Wene.Después entró en su casa por la puerta trasera, que estaba abierta desde las seis, y sederrumbó de bruces en la cocina.

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