miércoles, 28 de julio de 2010

Soneto XXV de Pablo Neruda ; analisis

Antes de amarte, amor, nada era mío:
vacilé por las calles y las cosas:
nada contaba ni tenía nombre:
el mundo era del aire que esperaba.

Yo conocí salones cenicientos,
túneles habitados por la luna,
hangares crueles que se despedían,
preguntas que insistían en la arena.

Todo estaba vacío, muerto y mudo,
caído, abandonado y decaído,
todo era inalienablemente ajeno,

todo era de los otros y de nadie,
hasta que tu belleza y tu pobreza
llenaron el otoño de regalos.


ANÁLISIS

El soneto XXV de Pablo Neruda, constuído como tal (en dos cuartetos - dos tercetos; cuatro y tres versos) tieene nada mas que eso de soneto, pues la temática es distinta a la de sus modelos y en la elección de palabras se basa en formas libres, quitandole la esencia de la rima.
Usa de otros medios, lo enriquece de metáfora y descripciones:
El primer verso suena como un titular, o cumple esa función, resumiendo que está explicando el por qué del antes y del después a través del amor, y el lector podrá dar (en los últimos dos versos), voltear el antes e imaginar su opuesto: así en elprimer verso "nada era mío" ya habla del antes y se puede calcular el después "todo es mío". Pero importa tener en cuenta que es a partir del amor que está expresado el cambio para entender el sentido material y espiritual que poseen sus terminos.
El siguiente desarrollo es el del antes, y por último la conclución visagra.

Un cuarteto que profundiza verso a verso: primer verso, está con una aliteración sobre la "A" para poner nuestros términos en lugares hipotéticos. El mismo orden de los dos primeros "antes - amarte" lo lleva a una visión del pasado. Lo representan las "calles" y las "cosas" acompañadasde un sentimiento propio, presentando un yo lírico que vacila, que para él hay indiferencia mutua entre lo demás y él, y presenta la imagen de "el aire que espera" para redondear su concepto de un mundomanejado por el aire, algo tan abstracto, junto con esperar, una temporalidad muy abiertay desesperanzadora en función de su sentimiento.

Los siguientes cuatro versos relatan imágenes presentes en él mediante el conocimiento, asociado a legitimidad: los salones como el vacío, los túneles como su encuentro solitario, los hangares como una divición dolorosa, y esas preguntas con la verdad detrás.

Pasa a la tercer estrofa, primer terceto y parte de la conclución; vuelve su mirada al mundo: desencadena sustantivos (de mundo) en dos versos con seis sonidos que representan sentimientos de falta y la proximidad al fin, a lo bajo. Como un sentimiento mas individual nace "inalienablemente" (neologísmo)en función de "ajeno".

Rápidamente engancha el teceto final en una correspondencia del primer verso desde "ajeno" e "inalienablemente" con "de nadie" y "de los otros", para homogenizar el camino trazado a un punto. Resuelve en otro temporal "hasta" que se corresponde con "que espera" y "antes", por añadidura de un ser en particular, que es el "tu", esa segunda persona dotada de dos características que en conjunto son como una humildad de heroína ( la persona no está en femenina), acompañada de terminos que podrían ser inspirados para bién, y con el último verso una consecuencia del "tu", está un contenido que son los "regalos" en función de "otoño", expresado en cantidad de mucho por "llenaron": puede ser visto como algo que alcanza para contrastar todo lo anterior, y puede asociarse a la paz y al agradecimiento.

Filosofía : 12 10

Selección de Lecturas para FILOSOFÍA – Grupos: 6 º

Bolilla 2 Ética: - “Generalidades - Texto 12/10

F. SAVATER - “Ética para Amador” (Cap. VII)


Ponte en su lugar

Robinson Crusoe pasea por una de las playas de la isla en la que una inoportuna tormenta con su correspondiente naufragio le ha confinado. Lleva su loro al hombro y se protege del sol gracias a la sombrilla fabricada con hojas de palmera que le tiene justificadamente orgulloso de su habilidad. Piensa que, dadas las circunstancias, no puede decidirse que se las haya arreglado del todo mal. Ahora tiene un refugio en el que guarecerse de las inclemencias del tiempo y del asalto de las fieras, sabe dónde conseguir alimento y bebida, tiene vestidos que le abriguen y que él mismo se ha hecho con elementos naturales de la isla, los dóciles servicios de un rebañito de cabras, etc. En fin, que sabe cómo arreglárselas para llevar más o menos su buena vida de náufrago solitario. Sigue paseando Robinson y está tan contento de sí mismo que por un momento le parece que no echa nada de menos. De pronto, se detiene con sobresalto. Allí, en la arena blanca, se dibuja una marca que va a revolucionar toda su pacífica existencia: la huella de un pie humano.

¿De quién será? ¿Amigo o enemigo? ¿Quizá un enemigo al que puede convertir en amigo? ¿Hombre o mujer? ¿Cómo se entenderá con él o ella? ¿Qué trato le dará? Robinson está ya acostumbrado a hacerse preguntas desde que llegó a la isla y a resolver los problemas del modo más ingenioso posible: ¿qué comeré?, ¿dónde me refugiaré?, ¿cómo me protegeré del sol? Pero ahora la situación no es igual porque ya no tiene que vérselas con acontecimientos naturales como el hambre o la lluvia, ni con fieras salvajes, sino con otro ser humano: es decir, con otro Robinson o con otros Robinsones y Robinsonas. Ante los elementos o las bestias, Robinson ha podido comportarse sin atender a nada más que a su necesidad de supervivencia. Se trataba de ver si podía con ellos o ellos podían con él, sin otras complicaciones. Pero ante seres humanos la cosa ya no es tan simple. Debe sobrevivir, desde luego, pero ya no de cualquier modo. Si Robinson se ha convertido en una fiera como los demás que rondan por la selva, a causa de su soledad y su desventura, no se preocupará más que de si el desconocido causante de la huella es un enemigo a eliminar o una presa a devorar. Pero si aún quiere seguir siendo un hombre… Entonces se las va a ver no ya con una presa o un simple enemigo, sino con un rival o un posible compañero; en cualquier caso, con un semejante.

Mientas está solo, Robinson se enfrenta a cuestiones técnicas, mecánicas, higiénicas, incluso científicas, si me apuras. De lo que se trata es de salvar la vida en un medio hostil y desconocido. Pero cuando encuentra la huella de Viernes en la arena de la playa empiezan sus problemas éticos. Ya no se trata solamente de sobrevivir, como una fiera o como una alcachofa, perdido en la naturaleza; ahora tiene que empezar a vivir humanamente, es decir, con otros o contra otros hombres, pero entre hombres. Lo que hace “humana” a la vida es el transcurrir en compañía de humanos, hablando con ellos, pactando y mintiendo, siendo respetado o traicionado, amando, haciendo proyectos y rezando juntos las cosas comunes, jugando, intercambiando símbolos… La ética no se ocupa de cómo alimentarse mejor o de cuál es la manera más recomendable de protegerse del frío ni de qué hay que hacer para vadear un río sin ahogarse, cuestiones todas ellas sin duda muy importantes para sobrevivir en determinadas circunstancias; lo que a la ética le interesa, lo que constituye su especialidad, es cómo vivir bien la vida humana, la vida que transcurre entre humanos. Si uno no sabe cómo arreglárselas para sobrevivir en los peligros naturales, pierde la vida, lo cual sin duda es un fastidio grande; pero si uno no tiene ni idea de ética, lo que pierde o malgasta es lo humano de su vida y eso, francamente tampoco tiene ninguna gracia.

Antes te dije que la huella en la arena anunció a Robinson la proximidad comprometedora de un semejante. Pero vamos a ver, ¿hasta qué punto era Viernes semejante a Robinson? Por un lado, un europeo del siglo XVII, poseedor de los conocimientos científicos más avanzados de su época, educando en la religión cristiana, familiarizado con los mitos homéricos y con la imprenta; por otro, un salvaje caníbal de los mares del Sur, sin más cultura que la tradición oral de su tribu, creyente en una religión politeísta y desconocedor de la existencia de las grandes ciudades contemporáneas como Londres o Ámsterdam. Todo era diferente del uno al otro: color de la piel, aficiones culinarias, entretenimientos… Seguro que por las noches ni siquiera sus sueños tenían nada en común. Y sin embargo, pese a tantas diferencias, también había entre ellos rasgos fundamentalmente parecidos, semejanzas esenciales que Robinson no compartía con ninguna fiera ni con ningún árbol o manantial de la isla. Para empezar, ambos hablaban, aunque fuese en lenguas muy distintas. El mundo estaba hecho para ellos de símbolos y de relaciones entre símbolos, no de puras cosas sin nombre. Y tanto Robinson como Viernes eran capaces de calorar los comportamientos, de saber que uno puede hacer ciertas cosas que están “bien” y otras que son por el contrario “malas”. A primera vista, lo que ambos consideraban “bueno” y “malo” no era ni mucho menos igual, porque sus valoraciones concretas provenían de culturas muy lejanas: el canibalismo, sin ir más lejos, era una costumbre razonable y aceptada para Viernes, mientras que a Robinson –como a ti, supongo, por tragaldabas que seas- le merecía el más profundo de los horrores. Y a pesar de ello los dos coincidían en suponer que hay criterios destinados a justificar qué es aceptable y qué es horroroso. Aunque tuvieran posiciones muy distintas desde las que discutir, podían llegar a discutir y comprender de qué estaban discutiendo. Ya es bastante más de los que se suele hacer con un tiburón o con una avalancha de rocas, ¿no?

Todo eso está muy bien, me dirás, pero lo cierto es que por muy semejantes que sean los hombres no está claro de antemano cuál sea la mejor manera de comportarse respecto a ellos. Si la huella en la arena que encuentra Robinson pertenece a un miembro de la tribu de caníbales que pretende comérselo estofado, su actitud ante el desconocido no deberá ser la misma que si se trata del grumete del barco que viene por fin a rescatarle. Precisamente porque los otros hombres se me parecen mucho pueden resultarme más peligrosos que cualquier animal feroz o que un terremoto. No hay peor enemigo que un enemigo inteligente, capaz de hacer planes minuciosos, de tener trampas o de engañarme de mil maneras. Quizá entonces lo mejor sea tomarles la delantera y ser uno el primero en tratarles, por medio de violencia o emboscadas, como si ya fuesen efectivamente esos enemigos que pudieran llegar a ser… Sin embargo, esta actitud no es tan prudente como parece a primera vista: al comportarme ante mis semejantes como enemigo, aumento sin duda las posibilidades de que ellos se conviertan sin remedio en enemigos míos también; y además pierdo la ocasión de ganarme su amistad o de conservarla si en principio estuviesen dispuestos a ofrecérmela.

Mira este otro comportamiento posible ante nuestros peligrosos semejantes. Marco Aurelio fue emperador de Roma y además filósofo, lo cual es bastante raro porque los gobernantes suelen interesarse poco por todas las cuestiones que no sean indiscutiblemente prácticas. A este emperador le gustaba anotar algo así como unas conversaciones que tenía consigo mismo, dándose consejos o hasta pegándose broncas. Frecuentemente apuntaba cosas de este jaez (acudo a la memoria, no al libro, de modo que no te lo tomes al pie de la letra): “Al levantarte hoy, piensa que a lo largo del día te encontrarás con algún adúltero, con algún asesino. Y recuerda que has de tratarles como a hombres, porque son tan humanos como tú y por tanto te resultan tan imprescindibles como la mandíbula inferior lo es para la superior.” Para Marco Aurelio, lo más importante respecto a los hombres no es si su conducta me parece conveniente o no, sino que –en cuanto humanos- me convienen y eso nunca debo olvidarlo al tratar con ellos. Por malos que sean, su humanidad coincide con la mía y la refuerza. Sin ellos, yo podría quizá vivir pero no vivir humanamente. Aunque tenga algún diente postizo y dos o tres con caries, siempre es más conveniente a la hora de comer contar con una mandíbula inferior que ayude a la superior…

Y es que esa misma semejanza en la inteligencia, en la capacidad de cálculo y proyecto, en las pasiones y los miedos, eso mismo que hace tan peligrosos a los hombres para mi cuando quieren serlo, los hace también supremamente útiles. Cuando un ser humano me viene bien, nada puede venirme mejor. A ver, qué conoces tú que sea mejor que ser amado? Cuando alguien quiere dinero, o poder, o prestigio… ¿acaso no apetece esas riquezas para poder comprar la mitad de lo que cuando uno es amado recibe gratis?. Y ¿quién me puede amar de verdad sino otro ser como yo, que funcione igual que yo, que me quiera en tanto que humano… y a pesar de ello? Ningún bicho, por cariñoso que sea, puede darme tanto como otro ser humano, incluso aunque sea un ser humano algo antipático. Es muy cierto que a los hombres debo tratarlos con cuidado, por si acaso. Pero ese “cuidado” no puede consistir ante todo en recelo o malicia, sino en el miramiento que se tiene al manejar las cosas frágiles, las cosas más frágiles de todas… porque no son simples cosas. Ya que el vínculo de respeto y amistad con los otros humanos es lo más precioso del mundo para mí, que también lo soy, cuando me las vea con ellos debo tener principal interés en resguardarlo y hasta mimarlo, si me apuras un poco. Y ni siquiera a la hora de salvar el pellejo es aconsejable que olvide por completo esta prioridad.

Marco Aurelio, que era emperador y filósofo pero no imbécil, sabía muy bien lo que tú también sabes: que hay gente que roba, que miente y que mata. Naturalmente, no suponía que por aquello de llevarse bien con el prójimo hay que favorecer semejantes conductas. Pero tenía bastante claras dos cosas que me parecen muy importantes.

Primera: que quien roba, miente, traiciona, viola, mata o abusa de cualquier modo de uno no por ello deja de ser humano. Aquí el lenguaje es engañoso, porque al acuñar el título de infamia (“ése es un ladrón”, “aquélla una mentirosa”, “tal otro un criminal”) nos hace olvidar un poco que se trata siempre de seres humanos que, sin dejar se serlo, se comportan de manera poco recomendable. Y quien ”ha llegado” a ser algo detestable, como sigue siendo humano aún puede volver a transformarse de nuevo en lo más conveniente para nosotros, lo mas imprescindible…

Segunda: Una de las características principales de todos los humanos es nuestra capacidad de imitación. La mayor parte de nuestro comportamiento y de nuestros gustos la copiamos de los demás. Por eso somos tan educables y vamos aprendiendo sin cesar los logros que conquistaron otras personas en tiempos pasados o latitudes remotas. En todo lo que llamamos “civilización”, “cultura”, etc. hay un poco de invención y muchísimo de imitación. Si no fuésemos tan copiones, constantemente cada hombre debería empezarlo todo desde cero. Por eso es tan importante el “ejemplo” que damos a nuestros congéneres sociales: es casi seguro que en la mayoría de los casos nos tratarán tal como se vean tratados. Si repartimos a troche y moche enemistad, aunque sea disimuladamente, no es probable que recibamos a cambio cosa mejor que más enemistad. Ya sé que por muy buen ejemplo que llegue a dar uno, los demás siempre tienen a la vista demasiados malos ejemplos que imitar. ¿Para qué molestarse, pues, y renunciar a las ventajas inmediatas que sacan a menudo los canallas? Marco Aurelio te contestaría: “¿Te parece prudente aumentar el ya crecido número de los malos, de los que poco realmente positivo puedes esperar, y desanimar a la minoría de los mejores, que en cambio tanto pueden hacer por tu buena vida? ¿No es más lógico sembrar lo que intentas cosechar en lugar de lo opuesto, aun a sabiendas de que la cizaña puede estropear tu cosecha? ¿Prefieres portarte voluntariamente al modo de tanto loco como hay suelto, en lugar de defender y mostrar las ventajas de la cordura?”

Pero estudiemos un poco más de cerca lo que hacen esos que llamamos “malos”, es decir, los que tratan a los demás humanos como a enemigos en lugar de procurar su amistas. Seguro que recuerdas la película Frankestein, interpretada por ese entrañable monstruo de monstruos que fue Boris Karloff. Intentamos verla junto en la tele cuando eras bastante pequeñajo y tuve que apagar porque, según me dijiste con elegante franqueza, “me parece que empieza a darme demasiado miedo”. Bueno, pues en la novela de Mary W Shelley en la que se basa la película, la criatura hecha de remiendos de cadáveres hace esta confesión a su ya arrepentido inventor: “Soy malo porque soy desgraciado”. Tengo la impresión de que la mayoría de los supuestos “malos” que corren por el mundo podrían decir lo mismo cuando fuesen sinceros. Si se comportan de manera hostil y despiadada con sus semejantes es porque sienten miedo, o soledad, o porque carecen de cosas necesarias que otros muchos poseen: desgracias, como verás. O porque padecen la mayor desgracia de todas, la de verse tratados por la mayoría sin amor ni respeto, tal como le ocurría a la pobre criatura del doctor Frankenstein, a la que sólo un ciego y una niña quisieron mostrar amistad. No conozco gente que sea mala de puro feliz ni que martirice al prójimo como señal de alegría. Todo lo más, hay bastantes que para estar contentos necesitan no enterarse de los padecimientos que abundan a su alrededor y de algunos de los cuales son cómplices. Pero la ignorancia, aunque esté satisfecha de sí misma, también es una forma de desgracia…

Ahora bien: si cuanto más feliz y alegre se siente alguien menos ganas tendrá de ser malo, ¿no será cosa prudente intentar fomentar todo lo posible la felicidad de los demás en lugar de hacerles desgraciados y por tanto propensos al mal? El que colabora en la desdicha ajena o no hace nada para ponerle remedio… se la está buscando. ¡Que no se queje luego de que haya tanto malos sueltos! A corto plazo, tratar a los semejantes como enemigos (o como víctimas) puede parecer ventajoso. El mundo está lleno de “pillines” o de descarados canallas que se consideran sumamente astutos cuando sacan provecho de la buena intención de los demás y hasta de sus desventuras. Francamente, no me parecen tan “listos” como ellos se halagan en creer. La mayor ventaja que podemos obtener de nuestros semejantes no es la posesión de más cosas ( o el dominio sobre más personas tratadas como cosas, como instrumentos) sino la complicidad y afecto de más seres libres. Es decir, la ampliación y refuerzo de mi humanidad. “Y eso ¿para qué sirve?”, preguntará el pillo, creyendo alcanzar el colmo de la astucia. A lo que tú puedes responderle: “No sirve para nada de lo que tú piensas. Sólo los siervos sirven y aquí ya te he dicho que estamos hablando de seres libres.” El problema del canalla es que no sabe que la libertad no sirve ni gusta de ser servida sino que busca contagiarse. Tiene mentalidad de esclavo, el pobrecillo… ¡por muy “rico” en cosas que se considere a sí mismo!

Y suspira luego el canalla, ahora ya tembloroso y reducido a simple pillín: “Si yo no me aprovecho de los otros, ¡seguro que son los otros los que se aprovechan de mí!”. Es una cuestión de ratones-esclavos y leones-libres, con las debidas reverencias para ambas especies zoológicas de mi mayor consideración. Diferencia número uno entre el que ha nacido para ratón y el que ha nacido para león: el ratón pregunta “¿qué me pasará?” y el león “¿qué haré?”. Número dos: el ratón quiere obligar a los demás a que le quieran para así ser capaz de quererse a sí mismo y el león se quiere a sí mismo por lo que es capaz de querer a los demás. Número tres: el ratón está dispuesto a hacer lo que sea contra los demás para prevenir lo que los demás pueden hacer contra él, mientras que el león considera que hace a favor de sí mismo todo lo que hace a favor de los demás. Ser ratón o ser león: ¡he aquí la cuestión! Para el león está bastante claro –“tenebrosamente claro”, como diría el poeta Antonio Machado- que el primer perjudicado cuando intento perjudicar a mi semejante soy precisamente yo mismo… y en lo que tengo de más valioso, de menos servil.

Llegamos por fin al momento de intentar responder a una pregunta cuya contestación directa (indirectamente y con rodeos hace bastantes páginas que no hablamos de otra cosa) hemos aplazado ya demasiado tiempo: ¿en qué consiste tratar a las personas como a personas, es decir humanamente? Respuesta: consiste en que intentes ponerte en su lugar. Reconocer a alguien como semejante implica sobre todo la posibilidad de comprenderle desde dentro, de adoptar por un momento su propio punto de vista. Es algo que sólo de una manera muy novelesca y dudosa puedo pretender con un murciélago o con un geranio, pero que en cambio se impone con los seres capaces de manejar símbolos como yo mismo. A fin de cuentas, siempre que hablamos con alguien lo que hacemos es establecer un terreno en el que quien ahora es “yo” sabe que se convertirá en “tú” y viceversa. Si no admitiésemos que existe algo fundamentalmente igual entre nosotros (la posibilidad de ser para otro lo que otro es para mí) no podríamos cruzar ni palabra. Allí donde hay cruce, hay también reconocimiento de que en cierto modo pertenecemos a lo de enfrente y lo de enfrente nos pertenece… Y eso aunque yo sea joven y el otro viejo, aunque yo sea hombre y el otro mujer, aunque yo sea blanco y el otro negro, aunque yo sea tonto y el otro listo, aunque yo esté sano y el otro enfermo, aunque yo sea rico y el otro pobre. “Soy humano –dijo un antiguo poeta latino- y nada de lo que es humano puede parecerme ajeno Es decir: tener conciencia de mi humanidad consiste en darme cuenta de que, pese a todas las muy reales diferencias entre los individuos, estoy también en cierto modo entro de cada uno de mis semejantes. Para empezar, como palabra

Y no sólo para poder hablar con ellos, claro está. Ponerse en el lugar de otro es algo más que el comienzo de toda comunicación simbólica con él: se trata de tomar en cuenta sus derechos. Y cuando los derechos faltan, hay que comprender sus razones. Pues eso es algo a lo que todo hombre tiene derecho frente a los demás hombres, aunque sea el peor de todos: tiene derecho –derecho humano- a que alguien intente ponerse en su lugar y comprender lo que hace y lo que siente. Aunque sea para condenarle en nombre de las leyes que toda sociedad debe admitir. En una palabra, ponerte en el lugar de otro es tomarle en serio, considerarle tan plenamente real como a ti mismo. ¿Recuerdas a nuestro viejo amigo el ciudadano Kane? O a Gloucester? Se tomaron tan en serio a sí mismos, tuvieron tan en cuenta sus deseos y ambiciones, que actuaron como si los demás no fuesen de verdad, como si fuesen simples muñecos o fantasmas: los aprovechaban cuando les venía bien su colaboración, los desechaban o mataban si ya no les resultaban utilizables, No hicieron el mínimo esfuerzo por ponerse en su lugar, por relativizar su interés propio para tomar en cuenta también el interés ajeno. Ya sabes como les fue.

No te estoy diciendo que haya nada malo en que tengas tus propios intereses, ni tampoco que debas renunciar a ellos siempre para dar prioridad a los de tu vecino. Los tuyos, desde luego, son tan respetables como los suyos y lo demás son cuentos. Pero fíjate en la palabra misma “interés”: viene del latín inter esse, lo que está entre varios, lo que pone en relación a varios. Cuando hablo de “relativizar” tu interés quiero decir que ese interés no es algo tuyo exclusivamente, como si vivieras solo en un mundo de fantasmas, sino que te pone en contacto con otras realidades tan “de verdad” como tú mismo. De modo que todos los intereses que puedas tener son relativos (según otros intereses, según las circunstancias, según leyes y costumbres de la sociedad en que vives) salvo un interés, el único interés absoluto: el interés de ser humano entre los humanos, de dar y recibir el trato de humanidad sin el que no puede haber “buena vida”. Por mucho que pueda interesarte algo, si miras bien nada puede ser tan interesante para ti como la capacidad de ponerte en el lugar de aquellos con lo que tu interés te relaciona. Y al ponerte en su lugar no sólo debes ser capaz de atender a sus razones, sino también de participar de algún modo en sus pasiones y sentimientos, en sus dolores, anhelos y gozos. Se trata de sentir simpatía por el otro (o si prefieres compasión, pues ambas voces tienen etimologías semejantes, la una derivando del griego y la otra del latín), es decir ser capaz de experimentar en cierta manera al unísono con el otro, no dejarle del todo solo ni en su pensar ni en su querer. Reconocer que estamos hechos de la misma pasta, a la vez idea, pasión y carne. O como lo dijo más bella y profundamente Shakespeare: todos los humanos estamos hechos de la sustancia con la que se trenzan los sueños. Que se note que nos damos cuenta de ese parentesco.

Tomarte al otro en serio, es decir, ser capaz de ponerte en su lugar para aceptar prácticamente que es tan real como tú mismo, no significa que siempre debas darle la razón en lo que reclama o en lo que hace. Ni tampoco que, como le tienes por tan real como tú mismo y semejante a ti, debas comportarte como si fueseis idénticos. El dramaturgo y humorista Bernard Shaw solía decir: “No siempre hagas a los demás lo que desees que te hagan a ti: ellos pueden tener gustos diferentes”. Sin duda los hombres somos semejantes, sin duda sería estupendo que llegásemos a ser iguales (en cuanto a oportunidades al nacer y luego ante las leyes), pero desde luego no somos ni tenemos por qué empeñarnos en ser idénticos. ¡Menudo aburrimiento y menuda tortura generalizada! Ponerte en el lugar del otro es hacer un esfuerzo de objetividad por ver las cosas como él las ve, no echar al otro y ocupar tú su sitio… O sea que él debe seguir siendo él y tú tienes que seguir siento túl. El primero de los derechos humanos es el derecho a no ser fotocopia de nuestros vecinos, a ser más o menos raros. Y no hay derecho a obligar a otro a que deje de ser “raro” por su bien, salvo que su “rareza” consista en hacer daño al prójimo directa y claramente…

Acabo de emplear la palabra derecho” y me parece que ya la he utilizado un poco antes. ¿Sabes por qué? Porque gran parte del difícil arte de ponerse en el lugar del prójimo tiene que ver con eso que desde muy antiguo se llama justicia. Pero aquí no sólo me refiero a lo que la justicia tiene de institución pública (es decir, leyes establecidas, jueces abogados, etc.) sino a la virtud de la justicia, o sea: a la habilidad y el esfuerzo que debemos hacer cada uno -si queremos vivir bien- por entender lo que nuestros semejantes pueden esperar de nosotros. Las leyes y los jueces intentan determinar obligatoriamente lo mínimo que las personas tienen derecho a exigir de aquellos con quienes conviven en sociedad, pero se trata de un mínimo nada más. Muchas veces por muy legal que sea, por mucho que se respeten los códigos y nadie pueda ponernos multas o llevarnos a la cárcel, nuestro comportamiento sigue siendo en el fondo injusto. Toda ley escrita no es más que una abreviatura, una simplificación –a menudo imperfecta- de lo que tu semejante puede esperar concretamente de ti, no del Estado o de sus jueces. La vida es demasiado compleja y sutil, las personas somos demasiado distintas, las situaciones son demasiado variadas, a menudo demasiado íntimas, como para que todo quepa en los libros de jurisprudencia. Lo mismo que nadie puede ser libre en tu lugar, también es cierto que nadie puede ser justo por ti si tú no te das cuenta de que debes serlo para vivir bien. Para entender del todo lo que el otro puede esperar de ti no hay más remedio que amarle un poco, aunque no sea más que amarle sólo porque también es humano… y ese pequeño pero importantísimo amor ninguna ley instituida puede imponerlo. Quien vive bien debe ser capaz de una justicia simpática, o de una compasión justa.

¡Vaya, me ha salido otro capítulo largísimo! Pero tengo la excusa de que éste es el capítulo más importante de todos. Lo fundamental de la ética de la que quiero hablarte he intentado decirlo en estas últimas páginas. Me atrevería a pedirte que, si no estás demasiado harto, lo leyeras otra vez antes de pasar más adelante. Aunque si no lo haces porque estás algo cansado… ¡bueno, me pongo en tu lugar!

Vete leyendo…

“Un día, cerca del mediodía, cuando iba a visitar mi canoa, me sorprendió de una manera extraña el descubrir sobre la arena la reciente huella de un pie descalzo. Me paré de repente, como herido por un rayo o como si hubiese visto alguna aparición. Escuché, dirigí la vista alrededor mío, pero nada vi, no oí nada… (Daniel Defoe, Aventuras de Robinson Crusoe)

“Toda vida verdadera es encuentro” (Martin Buber, Yo y tú).

“Unido con sus semejantes por el más fuerte de todos los vínculos, el de un destino común, el hombre libre encuentra que siempre lo acompaña una nueva visión que proyecta sobre toda tarea cotidiana la luz del amor. La vida del hombre es una larga marcha a través de la noche, rodeado de enemigos invisibles, torturado por el cansancio y el dolor, hacia una meta que pocos pueden esperar alcanzar, y donde nadie puede detenerse mucho tiempo. Uno tras otro, a medida que avanzan, nuestros camaradas se alejan de nuestra vista, atrapados por las órdenes silenciosas de la muerte omnipotente. Muy breve es el lapso durante el cual podemos ayudarlos, en el que se decide su felicidad o su miseria. ¡Ojalá nos corresponda derramar luz solar en su senda, iluminar sus penas con el bálsamo de la simpatía, darles la pura alegría de un afecto que nunca se cansa, fortalecer su ánimo desfalleciente, inspirarles fe en horas de desesperanza” (Bertrand Russell, Misticismo y lógica).

“Nunca hubo adepto de la virtud y enemigo del placer tan triste y tan rígido como para predicar las vigilias, los trabajos y las austeridades sin ordenar al mismo tiempo, dedicarse con todas sus fuerzas a aliviar la pobreza y la miseria de los otros. Todos estiman que incluso hay que glorificar, con el título de humanidad, el hecho de que el hombre es para el hombre salvación y consuelo, puesto que es esencialmente “humano” –y ninguna virtud es tan propia del hombre como ésta- suavizar lo más posible las penas de los otros, hacer desaparecer la tristeza, de volver la alegría de vivir, es decir: el placer” (Tomás Moro, Utopía).

Filosofía : 11 10

Selección de Lecturas para FILOSOFÍA – Grupos: 6 º

Bolilla 2 Ética: - “Generalidades - Texto 11/10

F. SAVATER - “Ética para Amador” (Cap. I)


¿De qué va la ética?

Hay ciencias que se estudian por simple interés de saber cosas nuevas; otras, para aprender una destreza que permita hacer o utilizar algo; la mayoría, para obtener un puesto de trabajo y ganarse con él la vida. Si no sentimos curiosidad ni necesidad de realizar tales estudios, podemos prescindir tranquilamente de ellos. Abundan los conocimientos muy interesantes pero sin los cuales uno se las arregla bastante bien para vivir: yo, por ejemplo, lamento no tener ni idea de astrofísica ni de ebanistería, que a otros les darán tantas satisfacciones, aunque tal ignorancia no me ha impedido ir tirando hasta la fecha. Y tú, si no me equivoco, conoces las reglas del fútbol pero estás bastante pez en béisbol. No tiene mayor importancia, disfrutas con los mundiales, pasas olímpicamente de la liga americana y todos tan contentos.

Lo que quiero decir es que ciertas cosas uno puede aprenderlas o no, a voluntad. Como nadie es capaz de saberlo todo, no hay más remedio que elegir y aceptar con humildad lo mucho que ignoramos. Se puede vivir sin saber astrofísica, ni ebanistería, ni fútbol, incluso sin saber leer ni escribir: se vive peor, si quieres, pero se vive. Ahora bien, otras cosas hay que saberlas porque en ello, como suele decirse, nos va la vida Es preciso estar enterado, por ejemplo, de que saltar desde el balcón de un sexto piso no es cosa buena para la salud; o de que una dieta de clavos (con perdón de los fakires!) y ácido prúsico no permite llegar a viejo. Tampoco es aconsejable ignorar que si uno cada vez que se cruza con el vecino le atiza un mamporro las consecuencias serán antes o después muy desagradables. Pequeñeces así son importantes. Se puede vivir de mucos modos pero hay modos que no dejan vivir.

En una palabra, entre todos los saberes posibles existe al menos uno imprescindible: el de que ciertas cosas nos convienen y otras no. No nos convienen ciertos alimentos ni nos convienen ciertos comportamientos ni ciertas actitudes. Me refiero, claro está, a que no nos convienen si queremos seguir viviendo. Si lo que uno quiere es reventar cuanto antes, beber lejía puede ser muy adecuado o también procurar rodearse del mayor número de enemigos posibles. Pero de momento vamos a suponer que lo que preferimos es vivir: los respetables gustos del suicida los dejaremos por ahora de lado. De modo que ciertas cosas nos convienen y a lo que nos conviene solemos llamarlo “bueno” porque nos sienta bien; otras, en cambio, nos sientan pero que muy mal y a todo eso lo llamamos “malo”. Saber lo que nos conviene, es decir: distinguir entre lo bueno y lo malo, es un conocimiento que todos intentamos adquirir –todos sin excepción- por la cuenta que nos trae.

Como he señalado antes, hay cosas buenas y malas para la salud: es necesario saber lo que debemos comer, o que el fuego a veces calienta y otras quema, así como el agua puede quitar la sed pero también ahogarnos. Sin embargo, a veces las cosas no son tan sencillas: ciertas drogas, por ejemplo, aumentan nuestro brío o producen sensaciones agradables, pero su abuso continuado puede ser nocivo. En unos aspectos con buenas, pero en otros, malas: nos convienen y a la vez no nos convienen. En el terreno de las relaciones humanas, estas ambigüedades se dan con aún mayor frecuencia. La mentira es algo en general malo, porque destruye la confianza en la palabra –y todos necesitamos hablar para vivir en sociedad- y enemista a las personas; pero a veces parece que puede ser útil o beneficioso mentir para obtener alguna ventajilla. O incluso para hacerle un favor a alguien. Por ejemplo: ¿es mejor decirle al enfermo de cáncer incurable la verdad sobre su estado o se le debe engañar para que pase sin angustia sus últimas horas? La mentira no nos conviene, es mala, pero a veces parece resultar buena. Buscar gresca con los demás ya hemos dicho que es por lo común inconveniente, pero ¿debemos consentir que violen delante de nosotros a una chica sin intervenir, por aquello de no meternos en líos? Por otra parte, al que siempre dice la verdad –caiga quien caiga- suele cogerle manía todo el mundo; y quien interviene en plan Indiana Jones para salvar a la chica agredida es más probable que se vea con la crisma rota que quien se va silbando a su casa. Lo malo parece a veces resultar más o menos bueno y lo bueno tiene en ocasiones apariencias de malo. Vaya jaleo.

Lo de saber vivir no resulta tan fácil porque hay diversos criterios opuestos respecto a qué debemos hacer. En matemáticas o geografía hay sabios e ignorantes, pero los sabios están casi siempre de acuerdo en la fundamental. En lo de vivir, en cambio, las opiniones distan de ser unánimes. Si uno quiere llevar una vida emocionante, puede dedicarse a los coches de fórmula uno o al alpinismo; pero si se prefiere una vida segura y tranquila, será mejor buscar las aventuras en el vdeoclub de la esquina. Algunos aseguran que lo más noble es vivir para los demás y otros señalan que lo más útil es lograr que los demás vivan para uno. Según ciertas opiniones lo que cuenta es ganar dinero y nada más, mientras que otros arguyen que el dinero sin salud, tiempo libre, afecto sincero o serenidad de ánimo no vale nada. Médicos respetables indican que renunciar al tabaco y al alcohol es un medio seguro de alargar la vida, a lo que responden fumadores y borrachos que con tales privaciones a ellos desde luego la vida se les haría mucho más larga. Etc.

En lo único que a primera vista todos estamos de acuerdo es en que no estamos de acuerdo con todos. Pero fíjate que también estas opiniones distintas coinciden en otro punto: a saber, que lo que vaya a ser nuestra vida es, al menos en parte, resultado de lo que quiere cada cual. Si nuestra vida fuera algo completamente determinado y fatal, irremediable, todas estas disquisiciones carecerían del más mínimo sentido. Nadie discute si las piedras deben caer hacia arriba o hacia abajo: caen hacia abajo y punto. Los castores hacen presas en los arroyos y las abejas panales de celdillas hexagonales: no hay castores a los que tiente hacer celdillas de panal, ni abejas que se dediquen a la ingeniería hidráulica. En su medio natural, cada animal parece saber perfectamente lo que es bueno y lo que es malo para él, sin discusiones ni dudas. No hay animales malos ni buenos en la naturaleza, aunque quizá la mosca considere mala a la araña que tiende su trampa y se la come. Pero es que la araña no lo puede remediar…

Voy a contarte un caso dramático. Ya conoces a las termitas, esas hormigas blancas que en África levantan impresionantes hormigueros de varios metros de alto y duros como la piedra. Dado que el cuerpo de las termitas es blando, por carecer de la coraza quitinosa que protege a otros insectos, el hormiguero les sirve de caparazón colectivo contra ciertas hormigas enemigas, mejor armadas que ellas. Pero a veces uno de esos hormigueros se derrumba, por culpa de una riada o de un elefante (a los elefantes les gusta rascarse los flancos contra los termiteros, qué le vamos a hacer). En seguida, las termitas-obrero se ponen a trabajar para reconstruir su dañada fortaleza, a toda prisa. Y las grandes hormigas enemigas se lanzan al asalto. Las termitas-soldado salen a defender a su tribu e intentan detener a las enemigas. Como ni por tamaño ni por armamento pueden competir con ellas, se cuelgan de las asaltantes intentando frenar todo lo posible su marcha, mientras las feroces mandíbulas de sus asaltantes las van despedazando. Las obreras trabajan con toda celeridad y se ocupan de cerrar otra vez el termitero derruido… pero lo cierran dejando fuera a las pobres y heroicas termitas-soldado, que sacrifican sus vidas por la seguridad de las demás. ¿No merecen acaso una medalla, por lo menos? ¿No es justo decir que son valientes?

Cambio de escenario, pero no de tema. En la Ilíada, Homero cuenta la historia de Héctor, el mejor guerrero de Troya, que espera a pie firme fuera de las murallas de su ciudad a Aquiles, el enfurecido campeón de los aqueos, aun sabiendo que éste es más fuerte que él y que probablemente va a matarle. Lo hace por cumplir su deber, que consiste en defender a su familia y a sus conciudadanos del terrible asaltante. Nadie duda de que Héctor es un héroe, un auténtico valiente. Pero ¿es Héctor heroico y valiente del mismo modo que las termitas-soldado, cuya gesta millones de veces repetida ningún Homero se ha molestado en contar? ¿No hace Héctor, a fin de cuentas, lo mismo que cualquiera de las termitas anónimas? ¿Por qué nos parece su valor más auténtico y más difícil que el de los insectos? ¿Cuál es la diferencia entre un caso y otro?

Sencillamente, la diferencia estriba en que las termitas-soldado luchan y mueren porque tienen que hacerlo, sin poderlo remediar (como la araña que se come la mosca). Héctor, en cambio, sale a enfrentarse con Aquiles porque quiere. Las termitas-soldado no pueden desertar, ni rebelarse, ni remolonear para que otras vayan en su lugar; están programadas necesariamente por la naturaleza para cumplir su heroica misión. El caso de Héctor es distinto. Podría decir que está enfermo o que no le da la gana enfrentarse a alguien más fuerte que él. Quizá sus conciudadanos le llamasen cobarde y le tuviesen por un caradura o quizá le preguntasen qué otro plan se le ocurre para frenar a Aquiles, pero es indudable que tiene la posibilidad de negarse a ser héroe. Por mucha presión que los demás ejerzan sobre él, siempre podría escaparse de lo que se supone que debe hacer: no está programado para ser héroe, ningún hombre lo está. De ahí que tenga mérito su gesto y que Homero cuente su historia con épica emoción. A diferencia de las termitas, decimos que Héctor es libre y por eso admiramos su valor.

Y así llegamos a la palabra fundamental de todo este embrollo: libertad. Los animales (y no digamos ya los minerales o las plantas) no tienen más remedio que ser tal como son y hacer lo que están programados naturalmente para hacer. No se les puede reprochar que lo hagan ni aplaudirles por ello porque no saben comportarse de otro modo. Tal disposición obligatoria les ahorra sin duda muchos quebraderos de cabeza. En cierta medida, desde luego, los hombres también estamos programados por la naturaleza. Estamos hechos para beber agua, no lejía, y a pesar de todas nuestras precauciones debemos morir antes o después. Y de modo menos imperioso pero parecido, nuestro programa cultural es determinante: nuestro pensamiento viene condicionado por el lenguaje que le da forma (un lenguaje que se nos impone desde fuera y que no hemos inventado para nuestro uso personal) y somos educado en ciertas tradiciones, hábitos, formas de comportamiento, leyendas…; en una palabra, que se nos inculcan desde la cunita unas fidelidades y no otras. Todo ello pesa mucho y hace que seamos bastante previsibles. Por ejemplo, Héctor, ese del que acabamos de hablar. Su programación natural hacía que Héctor sintiese necesidad de protección, cobijo y colaboración, beneficios que mejor o peor encontraba en su ciudad de Troya. También era muy natural que considerara con afecto a su mujer Andrómana –que le proporcionaba compañía placentera- y a su hijito, por el que sentía lazos de apego biológico. Culturalmente, se sentía parte de Troya y compartía con los troyanos la lengua, las costumbres y las tradiciones. Además, desde pequeño le habían educado para que fuese un buen guerrero al servicio de su ciudad y se le dijo que la cobardía era algo aborrecible, indigno de un hombre. Si traicionaba a los suyos, Héctor sabía que se vería despreciado y que le castigarían de uno u otro modo. De modo que también estaba bastante programado para actuar como lo hizo, ¿no? Y sin embargo….

Sin embargo, Héctor hubiese podido decir: a la porra con todo! Podría haberse disfrazado de mujer para escapar por la noche de Troya, o haberse fingido enfermo o loco para no combatir, o haberse arrodillado ante Aquiles ofreciéndole sus servicios como quía para invadir Troya por su lado más débil; también podría haberse dedicado a la bebida o haber inventado una nueva religión que dijese que no hay que luchar contra los enemigos sino poner la otra mejilla cuando nos abofetean. Me dirás que todos estos comportamientos hubiesen sido bastante raros, dado quien era Héctor y la educación que había recibido. Pero tienes que reconocer que no son hipótesis imposibles, mientras que un castor que fabrique panales o una termita desertora no son algo raro, sino estrictamente imposible. Con los hombres nunca puede uno estar seguro del todo, mientras que con los animales o con otros seres naturales si. Por mucha programación biológica o cultural que tengamos, los hombres siempre podemos optar finalmente por algo que no esté en el programa (al menos, que no esté del todo): Podemos decir “si” o “no”, quiero o no quiero. Por muy achuchados que nos veamos por las circunstancias, nunca tenemos un solo camino a seguir sino varios.

Cuando te hablo de libertad es a esto a lo que me refiero. A lo que nos diferencia de las termitas y de las mareas, de todo lo que se mueve de modo necesario e irremediable. Cierto que no podemos hacer cualquier cosa que queramos, pero también cierto que no estamos obligados a querer hacer una sola cosa. Y aquí conviene señalar dos aclaraciones respecto a la libertad:

Primera: No somos libres de elegir lo que nos pasa (haber nacido tal día, de tales padres y en tal país, padecer un cáncer o ser atropellados por un coche, ser guapo o feos, que los aqueos se empeñen en conquistar nuestra ciudad, etc.), sino libres para responder a lo que nos pasa de tal o cual modo (obedecer o rebelarnos, ser prudentes o temerarios, vengativos o resignados, vestirnos a la moda o disfrazarnos de oso de las cavernas, defender Troya o huir, etc.).

Segunda: Ser libres para intentar algo no tiene nada que ver con lograrlo indefectiblemente. No es lo mismo la libertad que consiste en elegir dentro de lo posible) que la omnipotencia (que sería conseguir siempre lo que uno quiere, aunque pareciese imposible). Por ello, cuanta más capacidad de acción tengamos, mejores resultados podremos obtener de nuestra libertad. Soy libre de querer subir al monte Everest, pero dado mi lamentable estado físico y mi nula preparación en alpinismo es prácticamente imposible que consiguiera mi objetivo. En cambio soy libre de leer o no leer, pero como aprendí a leer de pequeñito la cosa no me resulta demasiado difícil si decido hacerlo. Hay cosas que dependen de mi voluntad (y so es ser libre) pero no todo depende de mi voluntad (entonces sería omnipotente), porque en el mundo hay otras muchas voluntades y otras muchas necesidades que no controlo a mi gusto. Si no me conozco ni a mí mismo ni al mundo en que vivo, mi libertad se estrellará una y otra vez contra lo necesario. Pero, cosa importante, no por ello dejaré de ser libre… aunque me escueza.

En la realidad existen muchas fuerzas que limitan nuestra libertad, desde terremotos o enfermedades hasta tiranos. Pero también nuestra libertad es una fuerza en el mundo, nuestra fuerza. Si hablas con la gente, sin embargo, verás que la mayoría tiene muchas más conciencia de lo que limita su libertad que de la libertad misma. Te dirán: “¿Libertad? ¿Pero de qué libertad me hablas? ¿Cómo vamos a ser libres, si nos comen el coco desde la televisión, si los gobernantes nos engañan y nos manipulan, si los terroristas nos amenazan, si las drogas nos esclavizan, y si además me falta dinero para comprarme una moto, que es lo que yo quisiera?” En cuanto te fijes un poco, verás que los que así hablan parece que se están quejando pero en realidad se encuentran muy satisfechos de saber que no son libres. En el fondo piensan: “Uf! Menudo peso nos hemos quitado de encima! Como no somos libres, no podemos tener la culpa de nada de lo que nos ocurra…” Pero yo estoy seguro de que nadie –nadie- cree de veras que no es libre, nadie acepta sin más que funciona como un mecanismo inexorable de relojería o como una termita. Uno puede considerar que optar libremente por ciertas cosas en ciertas circunstancias es muy difícil (entrar en una casa en llamas para salvar a un niño, por ejemplo, o enfrentarse con firmeza a un tirano) y que es mejor decir que no hay libertad para no reconocer que libremente se refiere lo más fácil, es decir, esperar a los bomberos o lamer la bota que le pisa a uno el cuello. Pero dentro de las tripas algo insiste en decirnos: “Si tú hubieras querido…!”

Cuando cualquiera se empeñe en negarte que los hombres somos libres, te aconsejo que le apliques la prueba del filósofo romano. En la antigüedad, un filósofo romano discutía con un amigo que le negaba la libertad humana y aseguraba que todos los hombres no tienen más remedio que hacer lo que hacen. El filósofo cogió su bastón y comenzó a dale estacazos con toda su fuerza. “Para, ya está bien, no me peques más!”, le decía el otro. Y el filósofo, sin de jar de zurrarle, continuó argumentando: “¿No dices que no soy libre y que lo que hago no tengo más remedio que hacerlo? Pues entonces no gastes saliva pidiéndome que pare: soy automático”. Hasta qu el amigo no reconoció que el filósofo podía libremente dejar de pegarle, el filósofo no suspendió su paliza. La prueba es buena, pero no debes utilizarla más que en último extremo y siempre con amigo que no sepan artes marciales…

En resumen: a diferencia de otros seres, vivos o inanimados, los hombres podemos inventar y elegir en parte nuestra forma de vida. Podemos optar por lo que nos parece bueno, es decir, conveniente para nosotros, frente a lo que nos parece malo e inconveniente. Y como podemos inventar y elegir, podemos equivocarnos, que es algo que a los castores, las abejas y las termitas no suele pasarles. De modo que parece prudente fijarnos bien en lo que hacemos y procurar adquirir un cierto saber vivir que nos permita acertar. A ese saber vivir, o arte de vivir si prefieres, es a lo que llaman ética. De ello, si tienen paciencia, seguiremos hablando en las siguientes páginas de este libro.

Vete leyendo…

“¿Y si ahora, dejando en el suelo el abollonado escuro y el fuerte casco apoyado la pica contra el muro, saliera al encuentro del inexorable Aquiles, le dijera que permitía a los Atridas llevar a Helena y las riquezas que Alejandro trajo a Ilión en las cóncavas naves, que esto fue lo que originó la guerra, y le ofreciera repartir a los aqueos al mitad de lo que la ciudad contiene y más tarde tomara juramento a los troyanos de que, sin ocultar nada, formasen dos lotes con cuantos bienes existen dentro de esta hermosa ciudad?... Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón?” (Homero, Ilíada).

“La libertad no es una filosofía y ni siquiera es una idea: es un movimiento de la conciencia que no lleva, en ciertos momentos, a pronunciar dos monosílabos: Sí o No. En su brevedad instantánea, como a la luz del relámpago, se dibuja el signo contradictorio de la naturaleza humana” (Octavio Paz, La otra voz).

“La vida del hombre no puede “ser vivida” repitiendo los patrones de su especia; es él mismo –cada uno- quien debe vivir. El hombre es el único animal que puede estar fastidiado, que puede estar disgustado, que puede sentirse expulsado del paraíso” (Erich Fromm, Ética y psicoanálisis).

Filosofía : texto 10 10

Selección de Lecturas para FILOSOFÍA – Grupos: 6 º

Bolilla 2 Ética: - “Generalidades - Texto 10/10

AA.VV. - “Manual de Ética”

1. EL PROBLEMA ÉTICO

a) Concepto de Ética

La Ética (del gr. Ethos: costumbre) o Moral (del lat. Mos: costumbre) puede definirse como el estudio de la conducta humana en relación al bien y al mal.

Esta definición, ampliamente aceptada, no precisa, empero, la noción de ética, respecto de la cual se pueden señalar dos posiciones bien dispares, aunque no equivalentes en importancia. Una, minoritaria, juzga que la Ética tiene por objeto el estudio de las costumbres en el pasado, es decir, de las acciones morales que han inspirado las distintas civilizaciones; se hallan en esta posición especialmente algunos pensadores de filiación positivista, para los cuales la Ética sería reductible a la Sociología. La otra, mayoritaria, considera a la Ética como una disciplina normativa, es decir, cuyo fin es dar normas para la acción, en función de lo bueno y de lo malo.

Resulta así la Ética una rama de la Filosofía práctica, destinada a orientar la conducta humana. Esto significa juzgar a la Ética una ciencia no del ser, sino del debe ser. Las disciplinas filosóficas estudiadas hasta ahora y casi todas las ciencias particulares son ciencias del ser, hablan en modo indicativo; la Ética, en cambio, es una ciencia del deber ser, y su modo es el imperativo. Esto otorga a la Ética un carácter muy especial.

El constituir una filosofía de la acción o práctica, no quita a la Ética su carácter de ciencia, porque sus normas emanan, o son consecuencia, de un previo estudio del bien como tal y de los actos humanos, lo cual la designa como tarea especulativa. Digamos, asimismo, que no faltan quienes le adjudican sólo este carácter.

b) El hecho moral

El hecho moral es muy peculiar; en él, el sujeto enfrenta a los objetos haciendo algo con ellos; en el acto cognoscitivo también se dice frecuentemente que el sujeto hace algo con los objetos y, en efecto, algo hace: los conoce. Pero, justamente porque los conoce, simplemente, más que el sujeto hacer algo con los objetos, son los objetos quienes hacen algo con el sujeto: lo determinan. En cambio, en el acto moral, el sujeto es el que busca imponerse, efectivamente, sobre los objetos. Es que el acto moral es acción y no contemplación, práctica y no teoría.

Pero no se agota allí la definición del hecho moral. Es acción, consiste en hacer algo con las cosas, pero no es cualquier acción ni cualquier hacer. Para constituir un hecho moral debe jugarse en él una cierta escala de valores, un determinado juicio de valores, debe establecerse de alguna manera una relación con el bien y el mal. Bien podría decirse que entonces toda acción humana constituye un hecho moral, que no habría actos moralmente neutros; no nos oponemos a ese parecer, todo lo contrario. Pero si insistimos en que el acto es moral en cuanto se dan esas valoraciones, porque todo hecho moral implica necesariamente un deber ser que constituye su esencia. Sin la noción de deber ser (y las que ésta supone: libertad, responsabilidad) no hay acto moral. Por ello, conviene señalarlo, el acto moral es propiamente humano.

c) Consideración histórica

La preocupación por el problema ético asoma en las primeras etapas del pensamiento griego, aún en tiempos habitualmente llamados prefilosóficos. Con Sócrates y Platón la ética se ubica en un primer plano de la consideración filosófica. Aristóteles, al igual que en tantas otras disciplinas, puede ser mencionado como el primer autor de una exposición sistemática, con su Ética a Nicómaco. En estoicos y epicúreos el tema moral es el fundamental, privilegio que se prolonga en Plotino y algunos neoplatónicos. La escolástica se interesa también en alto grado por el problema moral que tiene un papel decisivo en la teología cristiana.

Tras sufrir cierta postergación en algunos autores de los siglos XVI y XVII, la cuestión ética retoma toda su importancia en la filosofía de Kant y en su continuador Fichte. Se ve nuevamente postergada parcialmente en el siglo pasado, y recupera terreno otra vez en nuestra época con autores como Max Scheler, Hartmann, los existencialistas, y los neoescolásticos, entre otros.

2. LAS SOLUCIONES

Nos hallamos aquí ante una dificultad similar a la que referimos en ocasión de ordenar las diferentes soluciones al problema del conocimiento. Incluso la nomenclatura es discutible y de valor relativo. Kant (que pertenece al siglo XVIII) al enunciar su teoría ética –que llamó formal- calificó a todas las éticas prekantianas de materiales y, desde entonces, esta designación se ha generalizado. Pero tal nomenclatura puede inducir a error, 1º) porque los términos “formal” y “material” aplicados a la ética no presentan connotaciones unívocas, y 2º) porque bajo el rótulo común de “ética material” quedarías incluidas soluciones esencialmente distintas.

Las éticas designadas por Kant como materiales suelen denominarse también éticas de bienes y de fines, queriendo mencionar con ello que el acto moral –según los partidarios de esas concepciones- busca un fin (bien) distinto del acto mismo. Tampoco nos parece feliz tal denominación, no porque esas éticas no tiendan a bienes y fines, sino porque pensamos que una tal finalidad es común a todas las éticas, aún a la kantiana.

Para eludir, entonces, una nomenclatura que juzgamos confusa, no agruparemos las éticas prekantianas –como hace la mayoría de los autores- sino que cronológicamente iremos caracterizando las más importantes, bajo tres títulos: soluciones griegas, la ética teológica y el empirismo ético. Completaremos la exposición con la ética formal y las corrientes de nuestro siglo.

A) Soluciones griegas

Sin desconocer la importancia del pensamiento moral de Platón, nos limitaremos –dada la naturaleza de este trabajo- a las tres soluciones siguientes:

a) LA ÉTICA DE ARISTÓTELES

Como lo hemos señalado, Aristóteles es el primer gran sistematizador de la ética. Su doctrina se conoce –ajustadamente- con el nombre de eudemonismo racional, y puede sintetizarse como una búsqueda de la felicidad mediante el cumplimiento de actos ejecutados por la razón. (Eudaimonía es un término griego que significa dicha, felicidad.) Para ser feliz hay que ser virtuoso y la virtud consiste en cumplir con lo que nuestra razón nos indica, según un orden cósmico que la misma razón puede desentrañar.

El fin supremo es, para Aristóteles, la dicha o felicidad, entendiendo por tal un estado de placer o satisfacción más o menos duradero de nuestro espíritu; podríamos decir también que es el estado de nuestro ser que emana de un correcto ejercicio de las actividades que le son propias.

Aristóteles distingue entre virtudes morales y virtudes intelectuales. Las primeras pertenecen a las costumbres y están regidas por el término medio, es decir, por una actitud equidistante de dos vicios: así la liberalidad es un término medio entre la prodigalidad y la avaricia, por ej.: Hay, sin embargo, algunas virtudes morales que no están regidas por el término medio; el robo o el homicidio: por ej. Las virtudes intelectuales, pertenecen a la razón y son, por ej., la sabiduría, la prudencia.

El hecho que Aristóteles coloque la felicidad como fin último, pareciera indicar que no hay aquí noción de deber, de obligatoriedad. No haríamos tal acto porque debemos, sino porque si lo hacemos alcanzaremos la dicha.

Explícitamente declara: “Somos arrastrados a la felicidad por sí misma”. Y es que la felicidad “es aquello que, sin necesidad de otra cosa, hace apetecible la vida y libre de toda indigencia”; la felicidad es “autarkes (autosuficiente).1 Sin embargo, no puede dejar de advertirse que esa dicha es consecuencia de un previo obrar bien de acuerdo con la razón, detalle éste importante que aparta a Aristóteles de una posición hedonista o utilitarista, según veremos; pero, con todo, la obligatoriedad no tiene en Aristóteles toda la fuerza que alcanzará en teorías posteriores.

b) EL ESTOICISMO 2

La moral estoica es muy semejante a la aristotélica, sólo que los estoicos ponen el énfasis,


1 Estas citas corresponden a la obra moral más importante de Aristóteles, la Ética a Nicómaco. Además, escribió sobre estos temas la Gran 1

Moral, que es en gran parte un compendio del anterior. La Ética a Eudemo, que circula con su nombre, pertenece a su discípulo Eudemo.

2 El nombre estoicismo proviene del gr. stoa (pórtico), pues bajo un pórtico solían reunirse los pensadores que este nombre designa. Su

representante más significativo es Zenón de Citium (336.254 a. C.) entre los griegos y Séneca (siglo I a. C.), Marco Aurelio (siglo II d. C.) y

Epicteto (siglo I d. C.) entre los romanos

más que en la felicidad, en la virtud. La virtud es estimada como el bien y el fin supremos. Y ella consiste en vivir de acuerdo con la ley natural, que no es otra cosa que el orden cósmico tal como se mencionó en Aristóteles. Y esta ley natural u orden cósmico es conocido por obra de la razón: es un orden en sí mismo racional y por lo tanto perfectamente cognoscible. Y la práctica de la virtud tiene una recompensa: la felicidad.

Bien se advierte la similitud de esta doctrina con la del Estagirita. Son los mismos términos con el énfasis puesto en la virtud. A nuestro juicio, ambas doctrinas se corresponden en gran parte, pues ambas quieren decir lo mismo, aunque lo digan de manera un tanto diferente. Esa casi similitud corresponde, claro está, a lo esencial, pues los estoicos exponen otros puntos que no están en Aristóteles; el más importante es la afirmación de que la virtud debe ser querida por sí misma, que constituye, por lo demás, un antecedente de una de las características más significativas de la moral kantiana.

La moral estoica – y la vida de sus principales representantes – se caracterizan por una gran austeridad, recta conducta, ánimo firme y resignado ante el dolor y las adversidades y otras cualidades semejantes. De ahí que el término estoicismo haya quedado incorporado al lenguaje común designado una moral noble y elevada.

c) EL HEDONISMO

El hedonismo (del gr. hedoné: placer) es la moral defendida por Epicuro2, por lo que se le conoce también por epicureísmo. Ésta coloca como bien supremo el placer, y el mal se identifica con el dolor. El placer epicúreo –aclaramos porque no se puede eludir la comparación- se diferencia de la felicidad aristotélica en que es un estado más vivo y pasajero, pero no porque designe preferentemente el goce sensible.

A pesar del nombre, esta doctrina ética no constituye una solución excesivamente baja y bestial. Por el contrario, tanto se afana por alcanzar el placer y evitar el dolor, que termina por instaurar un modo de vida casi tan ascético como el estoico, aunque éste frecuentemente aparezca como su actitud contraria.

Epicuro clasifica los deseos de la manera siguiente: naturales y necesarios (satisfacer el hambre, la sed, el sueño), naturales no necesarios (comodidades, afectos de familia), y ni naturales ni necesarios (honores, riquezas). Y dice Epicuro: los primeros se pueden satisfacer con poco, a los segundos conviene no ceder, de los terceros hay que abstenerse en absoluto. Como vemos, nos hallamos ante una moral radicalmente austera.

B) La ética teológica

Ética teológica o trascendente es aquella concepción en la que Dios participa de alguna manera en la ley moral. Ya entre los griegos hallamos atisbos de moral teológica en Platón y Plotino, por ejemplo, pero sólo con el cristianismo esta doctrina alcanza su plenitud.

a) LA ÉTICA CRISTIANA

En San Agustín encontramos –claramente diseñada- una concepción teológica en la que Dios es principio y fin de la vida moral. Afirma el santo la existencia de una ley eterna, expresión moral del ser supremo con carácter de obligatoriedad para todos los hombres. “La ley eterna es la razón divina o la voluntad de Dios que ordena guardar el orden natural y prohibe alterarlo”. El orden cósmico de Aristóteles, la ley natural de los estoicos, perdura en San Agustín, pero sostenidos por la sanción divina.

Santo Tomás, por su parte, sin abandonar la constante inspiración de su maestro Aristóteles, reitera las ideas fundamentales de Agustín, que son, en suma, las traídas por la Revelación y los apóstoles, Tomás está de acuerdo con el filósofo griego en casi todo, separándose de él fundamentalmente en lo siguiente: las normas morales son absolutamente obligatorias porque son impuestas por Dios. La felicidad es una consecuencia de obrar bien, pero no debemos obrar bien primariamente para alcanzar la felicidad, sino para cumplir con el Creador y legislador del universo, Bien supremo en el que se fundan todos los bienes particulares. Hay premio y castigo en otra vida.

La moral cristiana no predica el simple frío cumplimiento de la ley divina, sino que coloca como principio motriz de la relación moral entre el hombre al amor o caridad, aspecto que la distingue absolutamente de las demás.

Señalemos que en esta doctrina es difícil separar lo que es producto de la pura reflexión de lo dado por la Revelación de la fe. No es que se confundan, pero si que se complementan indisolublemente. Al respecto dice

.

2 Epicuro: Filósofo griego (341-270 a. C.).

Maritain: “La ética o moral filosófica es evidentemente insuficiente para enseñarle todo lo que él (el hombre) debe saber para obrar bien: debe, pues ser completada y sobreelevada por las enseñanzas de la Revelación”.

Los neoescolásticos prolongan hasta nuestros días las ideas de los pensadores medievales.

b) OTRAS CONCEPCIONES TEOLÓGICAS

Las concepciones teológicas de la moral no se agotan con los pensadores conocidos formalmente como cristianos. Entre los que de alguna manera hacen de Dios un legislador y un juez y afirman la obligatoriedad de la ley moral se cuentan Descartes, Malebranche, Pascal, Berkeley, Leibniz y otros. Como síntesis, reproduciremos una expresión de Leibniz: “Y los que a él se someten (se refiere al mandamiento) por conocimiento de las perfecciones divinas, cuya consecuencia es el amor de Dios, no sólo se resignan como los filósofos paganos, sino que hasta están contentos de lo que Dios ordena, sabiendo que lo hace todo con el mejor fin”.

C) El empirismo ético

El empirismo ético tiene sus antecedentes griegos en los sofistas, los escépticos y también en el hedonismo. Básicamente niega la distinción entre el bien y el mal y reduce la conciencia moral a un producto de hábitos históricos-sociales. Entre los teóricos más importantes de esta posición se cuentan Hume, Stuart Mill, Spencer, Comte, para citar sólo autores ya conocidos por el lector.

a) LA MORAL DEL INTERÉS PERSONAL

Benthan1 formula una ética de inspiración epicúrea que puede encuadrarse dentro del empirismo. Es una buena acción la que ocasiona placer (acción útil) y es mala la que ocasiona inconvenientes. Es la llamada moral del interés personal, basada en una especie de aritmética de los placeres que no indica la mejor elección.

b) LA MORAL DE LA SIMPATÍA

Esta posición también puede encuadrarse dentro del empirismo. Es la sostenida por Adam Smith2 que propone la simpatía como principio de moralidad. Acto bueno es aquel que provoca simpatía y malo el que ocasiona antipatías.

c) EL UTILITARISMO

Si bien todas las éticas empiristas pueden ser llamadas utilitarias, estrictamente se da este nombre a la posición de Stuart Mill. Repite a Epicuro y Benthan; frente a éste exalta la calidad del placer más que la cantidad y pone el interés general sobre el particular o personal.

d) La ética formal

Llámase así a la concepción moral sostenida por Kant3. Puede ésta caracterizarse como sigue: frente a las teorías anteriores que Kant llama materiales porque tienden a bienes objetivos previamente elegidos como tales, esta ética es formal, porque se ciñe a la forma del acto prescindiendo de bienes externos; frente a aquellos que obedecen –según Kant- a un imperativo hipotético (hago tal cosa si alcanzo tal otra) ésta se distingue por sustentar un imperativo categórico, no condicionado a ningún fin distinto del acto mismo, es decir, del deber de cumplirlo: y frente a aquellas morales que hacen depender la norma ética de una voluntad exterior (heterónomas), ésta proclama la voluntad autónoma.

Hay que actuar, pues, por respecto a la ley, y esa ley la impone nuestra propia razón en su “uso práctico”. Y ¿qué dice esa ley? “Obra de tal modo que tu acto pueda ser elevado a juicio universal”; tal es la ley general que debe regir nuestra conducta.

Esta expresión de Kant debe tomarse en un sentido lógico, según lo que si lector ya ha estudiado sobre la clasificación de los juicios. El juicio individual “yo hago tal cosa” debe ser elevado al juicio universal “todos hacen tal cosa”. Kant pone como ejemplo el saber si es moral o no que yo me quede con un depósito que me has confiado; y concluye que no lo es porque si todos hicieran lo mismo no habría más depósitos.


1 Jeremy Benteen: Pensador inglés (1748-1832). Es autor de Deontolery or the Science of Merelity (1834), donde aparece por primera vez la palabra Deontology (del priego: deon: deber), con lo que algunos designan la ciencia de la normas morales o del deber, es decir, Ética.

2 Adam Smith: Moralista y economista escocés (1721-1790).

3 Su obra principal para este tema es Crítica de la razón práctica (1783).

A esta ley Kant agrega otra muy importante: “Obra de manera que la humanidad en ti y en otros jamás se convierta en puro medio, sino que sea un fin”.

Fácilmente se advierte que la ética kantiana es una consecuencia de su filosofía. Están presentes en ella su “apriorismo” y su formalismo, que se traducen en el imperativo categórico –cumplir con el deber por el deber mismo- y en la autonomía de la voluntad, es decir, en la libertad. Libertad y moral, para Kant, se implican mutuamente. La libertad es la esencia de la moral, y la moral es la que posibilita el conocimiento de la libertad, pues ésta sólo se alcanza sometiéndonos a la ley y cumpliendo don el deber.

La ética kantiana casi no ha tenido continuadores, pero su influencia ha sido considerable, especialmente en el campo del derecho. Entre las objeciones que se le han formulado, la más importante y compartida apunta a la esencia misma de su doctrina: el formalismo no es ni puede ser absoluto; ¿por qué está mal que no haya más depósitos? ¿por qué la humanidad debe ser un fin y no un medio? Este segundo interrogante parece no tener respuesta adecuada; al primero sólo se puede contestar utilitariamente: los depósitos son útiles; con lo que caeríamos en el utilitarismo de los empiristas.

E) Corrientes de nuestro siglo.

El problema ético está mereciendo preferente atención en nuestro tiempo. Los neoescolásticos renuevan y actualizan las ideas de Santo Tomás y de otros pensadores medievales, en tanto surgen concepciones nuevas.

a) LA ÉTICA DE LOS VALORES

La ética de los valores o ética axiológica es la expuesta por Scheler. (“Ética”). Ella se basa en el reconocimiento de una jerarquía objetiva de valores que debe respetarse.

Para Scheler los valores poseen una existencia objetiva y jerárquica independientemente del sujeto, el cual puede conocerlos mediante lo que hemos llamado intuición afectiva o emocional. Esta jerarquía axiológica es independiente de los bienes, en que los valores se encarnan; si elegimos entre dos bienes (un cuadro y un sándwich) realizamos una elección “a posteriori”, pero si elegimos entre dos valores (belleza y utilidad) efectuamos una elección “a priori”. Scheler sostiene, pues, una moral “a priori” como Kant, pero mientras la de éste es formal, la de Scheler es material, pues los valores son algo distinto de una pura ley lógica y tienen realidad más allá del sujeto; por ello lo moral de Scheler se llama ética material de los valores.

La teoría de Scheler constituye un enorme esfuerzo tendiente a reinstaurar los valores tradicionales con validez objetiva. De las críticas formuladas las más importantes son: es imposible la captación irracional de la escala jerárquica, y no hay jerarquía sin una fundamentación de la misma en un ser trascendente.

b) OTROS NOMBRES

Para terminar este panorama haremos la simple mención de otros nombres importantes en el campo de la ética. Hartmann es, quizá, junto con Scheler el teórico más significativo de los valores morales; sigue básicamente la ética scheleriana, e introduce algunas modificaciones. Dentro también de la axiología deben citarse los nombres de Le Senne y Lavelle, de fuerte influencia en la filosofía francesa actual. Otro nombre ineludible es el de Bergson.

El existencialismo en general otorga a la cuestión moral gran importancia. Esto sucede aún en el caso de Sastre que ha sostenido una amoralidad radical, actitud que parece haber rectificado.

En general, fácilmente puede advertirse que las diferentes concepciones éticas son consecuencia de las correspondientes gnoseológicas y metafísicas de cada autor o escuela, lo que no podría ser de otra manera.

2. EL INDIVIDUO Y LA PERSONA

He aquí dos vocablos que suelen utilizarse como sinónimo en el lenguaje común, pero que encierran sin embargo, una profunda diferencia en el orden de la filosofía. Individuo (del lat. individuus: indivisible) es todo aquello que en sí constituye una unidad y que, como tal, se distingue de lo demás. Son individuos un árbol, un banco, un átomo, un elefante, un hombre, un ángel, Dios. Persona (del gr. prosopon: cara, rostro) designa, en cambio a seres dotados de inteligencia, de voluntad y, por lo tanto, de autodeterminación, Entre las cosas creadas, sólo el hombre es persona.

La noción de persona se halla hoy muy elaborada, aunque en distintas direcciones. Podríamos distinguir una concepción sustancialista, que atribuye al hombre un alma racional distinta del cuerpo, y una concepción actualista que atribuye al hombre un espíritu, significando con ello no una sustancia, sino simplemente una capacidad de realizar actos intencionales tendientes a valores.