Selección de Lecturas para FILOSOFÍA – Grupos: 6 º
Bolilla 2 Ética: - “La vida buena” - Texto 14/10
EPICURO - “Carta Meneceo”
Epicuro a Meneceo, salud.
(122) Que nadie, por joven, tarde en filosofar, ni, por viejo, de filosofar se canse. Pues para nadie es demasiado pronto ni demasiado tarde en lo que atañe a la salud del alma. El que dice que aún no ha llegado la hora de filosofar o que ya pasó es semejante al que dice que la hora de la felicidad no viene o que ya no está presente. De modo que han de filosofar tanto el joven como el viejo; uno, para que, envejeciendo, se rejuvenezca en bienes por la gratitud de los hechos acontecidos, el otro, para que, joven, sea al mismo tiempo anciano por la ausencia de temor ante lo venidero. Es preciso, pues, meditar en las cosas que producen la felicidad, puesto que, presente ésta, lo tenemos todo, y, ausente, todo lo hacemos para tenerla.
(123) Lo que te he aconsejado continuamente, esas cosas, practícalas y medítalas, admitiendo que ellas son los elementos del buen vivir. Primeramente, estimando al dios como un viviente incorruptible y dichoso, como lo ha inscrito [en nosotros] la noción común de dios, no le atribuyas nada diferente a su incorruptibilidad o a la dicha; sino que todo lo que es poderoso a preservar la dicha unida a la incorruptibilidad, opínalo a su propósito. Pues, ciertamente, los dioses existen: en efecto, el conocimiento acerca de ellos es evidente. Pero no son como los estima
Acostúmbrate a considerar que la muerte no es nada en relación a nosotros. Porque todo bien y todo mal está en la sensación; ahora bien, la muerte es privación de sensación. De aquí [se sigue] que el recto conocimiento de que la muerte no es nada en relación a nosotros hace gozosa la condición mortal de la vida, no añadiéndole un tiempo ilimitado, sino apartándole el anhelo de inmortalidad. (125) Pues no hay nada temible en el vivir para aquél que ha comprendido rectamente que no hay nada temible en el no vivir. Necio es, entonces, el que dice temer la muerte, no porque sufrirá cuando esté presente, sino porque sufre de que tenga que venir. Pues aquello cuya presencia no nos atribula, al esperarlo nos hace sufrir en vano. Así, el más terrorífico de los males, la muerte, no es nada en relación a nosotros, porque, cuando nosotros somos, la muerte no está presente, y cuando la muerte está presente, nosotros no somos más. Ella no está, pues, en relación ni con los vivos ni con los muertos, porque para unos no es, y los otros ya no son. Pero el vulgo unas veces huye de la muerte como el mayor de los males, otras la
bueno es no haber nacido,
o, habiendo nacido, franquear cuanto antes las puertas del Hades.
(127) Pues si está convencido de lo que dice, ¿cómo es que no abandona la vida? Porque eso está a su diposición, si es que lo ha querido firmemente; pero si bromea, es frívolo en cosas que no lo admiten.
Ha de recordarse que el futuro
Consideremos, además, que, de los deseos, unos son naturales, otros vanos, y de los naturales, unos son necesarios, otros sólo naturales; de los necesarios, unos son necesarios para la felicidad, otros para la ausencia de malestar del cuerpo, otros para el vivir mismo. (128) Pues una consideración no descaminada de éstos sabe referir toda elección y rechazo a la salud del cuerpo y a la imperturbabilidad , puesto que esto es el fin de la vida venturosa. En efecto, es en virtud de esto que hacemos todo, para no padecer dolor ni turbación. Y una vez ha surgido esto en nosotros, se apacigua toda tempestad del alma, no teniendo el viviente que ir más allá como hacia algo que le hace falta, ni buscar otra cosa con la cual completar el bien del alma y del cuerpo. Porque nos ha menester el placer cuando, por no estar presente, padecemos dolor;
Y por esto que decimos que el placer es principio y fin del vivir venturoso. (129) Pues a éste lo hemos reconocido como el bien primero y congénito, y desde él iniciamos toda elección y rechazo, y en él rematamos al juzgar todo bien con arreglo a la afección como criterio. Y como es el bien primero y connatural, por eso no elegimos todo placer, sino que a veces omitimos muchos placeres, cuando de éstos se desprende para nosotros una molestia mayor; y consideramos muchos dolores preferibles a placeres, cuando se sigue para nosotros un placer mayor después de haber estado sometidos largo tiempo a tales dolores. Todo placer, pues, por tener una naturaleza apropiada [a la nuestra], es un bien; aunque no todo placer ha de ser elegido; así también todo dolor es un mal, pero no todo [dolor] ha de ser por naturaleza evitado siempre. (130) Debido a ello, es por el cálculo y la consideración tanto de los provechos como de las desventajas que conviene juzgar todo esto. Pues en algunas circunstancias nos servimos de algo bueno como un mal, y, a la inversa, del mal como un bien.
Y estimamos la autosuficiencia como un gran bien, no para que en todo momento nos sirvamos de poco, sino para que, si no tenemos mucho, con poco nos sirvamos, enteramente persuadidos de que gozan más dulcemente de la abundancia los que menos requieren de ella, y que todo lo natural es fácil de lograr, pero que lo vano es difícil de obtener. Los alimentos simples conllevan un placer igual al de un régimen lujoso, una vez que se ha suprimido el dolor [que provoca] la carencia, (131) y el pan y el agua proporcionan un placer supremo cuando se los ingiere necesitándolos. Por lo tanto, el hábito de regímenes simples y no lujosos es adecuado para satisfacer la salud, hace al hombre diligente en las ocupaciones necesarias de la vida, nos pone en mejor disposición cuando a intervalos accedemos a los alimentos lujosos, y nos prepara libres de temor ante la suerte.
Entonces, cuando decimos que el placer es el fin, no hablamos de los placeres de los disolutos ni a los que residen en el goce regalado, como creen algunos que ignoran o no están de acuerdo o que interpretan mal la doctrina, sino de no padecer dolor en el cuerpo ni turbación en el alma. (132) Pues ni las bebidas ni los banquetes continuos, ni el goce de muchachos y mujeres, ni de los pescados y todas las otras cosas que trae una mesa suntuosa, engendran la vida grata, sino el sobrio razonamiento que indaga las causas de toda elección y rechazo, y expulsa las opiniones por las cuales se posesiona de las almas la agitación más grande.
El principio de todo esto y el mayor bien es la prudencia. Por eso, más preciada incluso que la filosofía resulta ser la prudencia, de la cual nacen todas las demás virtudes, pues ella nos enseña que no es posible vivir placenteramente sin [vivir] juiciosa, honesta y justamente,
(133) Pues ¿a quién estimas superior: a aquél que sobre los dioses tiene opiniones piadosas, que, acerca de la muerte, está en todo momento sin temor, que ha tomado en consideración el fin de la naturaleza, haciéndose cargo, por una parte, de que el límite de los bienes es fácil de satisfacer y de lograr, y, por otra parte, que el de los males, o es breve en tiempo o en sufrimiento? Que se
Estas cosas, pues, y las que les son afines, medítalas noche y día dentro de ti
[1] Universidad de Chile - Departamento de Pregrado - Cursos de Formación General Curso: Concepciones de lo Humano – www.cfg.uchile.clTraducción de Pablo Oyarzun R. - (Onomazein, 4: 403-425)
Epicuro (en griego Επίκουρος) (Gargeta, 341 adC - Ática, 270 adC) fue un filósofo griego, fundador de la escuela a la que le dio el nombre de Los Jardines
De padres pobres (Neocles, su padre, era maestro de escuela y Queréstrates, su madre, adivina) se educó en Samos, lugar en el que los atenienses habían establecido una colonia, de la que pasó a Atenas a la edad de diez años, ciudad que abandonó a la muerte de Alejandro Magno.
A los diecisiete años marchó a Atenas a cumplir el servicio militar. Cumplido éste y tras diez años dedicados al estudio de la filosofía, comenzó a enseñar en Mitilene, de donde fue probablemente expulsado (310 adC), y después en Lampsaco. En el año 306 adC regresó a Atenas donde fundó su escuela, denominada Jardín.
Según Demetrio de Magnesia, citado por Diógenes Laercio, Epicuro recibió en Atenas las lecciones del académico Jenócrates, abriendo en Lampsaco, a la edad de 39 años, una escuela que luego trasladaría a Atenas. Otras fuentes señalan, sin embargo, que originalmente la escuela se fundó en la isla de Lesbos, trasladándose con posterioridad a Lampsaco. En cualquier caso, una vez en Atenas, fue jefe de la secta que lleva su nombre hasta su fallecimiento a la edad de 72 años, dejando la dirección de su escuela en manos de Hérmaco de Mitilena, quien afirmó que su maestro, después de haber sido atormentado por crueles dolores durante catorce días, sucumbió víctima de una retención de orina causada por el mal de la piedra. En su testamento, conservado por Laercio, otorgó la libertad a cuatro de sus esclavos.
A su muerte dejó más de 300 manuscritos, incluyendo 37 tratados sobre física y numerosas obras sobre el amor, la justicia, los dioses y otros temas, según refiere el Laercio en el siglo III. A pesar de ello, de sus escritos sólo se han conservado tres cartas y algunos fragmentos breves. Las principales fuentes sobre las doctrinas de Epicuro son las obras de los escritores romanos Cicerón, Séneca, Plutarco y Lucrecio, cuyo poema De rerum natura (De la naturaleza de las cosas) describe el epicureísmo en detalle.